miércoles, 31 de marzo de 2010

La densificación, el paisaje urbano y la iniciativa privada: el caso de la manzana 5780 del Eixample de Barcelona

En 1854, justo antes del derribo de las murallas, la densidad de población de Barcelona era una de las más altas, sino la más alta de toda la Europa occidental de la época, concretamente de aproximadamente 890 habitantes/ha, frente a los 90 de Londres, los 350 de París o los 380 de Madrid. Esa elevada densidad tomaba la forma de en un paisaje urbano de callejuelas estrechas y oscuras, sobre las que se agolpaban edificios de viviendas con pisos pequeños, poco o nada soleados, sin luz, ni ventilación suficientes. Este hecho marcó profundamente el Proyecto de Ensanche de Barcelona de Cerdà, quien, influido por las corrientes higienistas de la época, fijó la reducción de la densidad y, en consecuencia, atributos como el asoleamiento, la ventilación y, en definitiva, la mayor calidad de vida de los ciudadanos, como los estandartes de su proyecto. Y es que la densidad de población es seguramente uno de los aspectos cruciales del urbanismo moderno.

En términos generales, existe el consenso de que una ciudad “habitable” debe tener no menos de 140 y no más de 350 habs./ha. En la actualidad, la densidad del distrito de Ciutat Vella (que se corresponde con la Barcelona amurallada de 1854) se sitúa alrededor de los 195 habs./ha y la del distrito del Eixample (que incluye la mayor parte del ámbito geográfico del proyecto original de Cerdà) en unos 330 habs./ha. ¿Pero era esta la densidad que se fijó Cerdà en su proyecto? La respuesta seguramente es previsible: rotundamente no.

En su proyecto de 1859, Cerdà dibujó la famosa cuadrícula que caracteriza al Eixample, distribuida en manzanas octogonales sobre las cuales debían construirse un máximo de dos edificios por manzana, en dos de los laterales. Los otros dos laterales debían servir de entrada a los jardines que debían ocupar el centro de cada manzana. Su objetivo era “ruralizar lo urbano y urbanizar lo rural”, en una especie de ciudad industrial, a la vez jardín y compacta. Es obvio que si paseamos por el Eixample de hoy, pese a que reconocemos fácilmente la malla cuadricular dibujada por Cerdà, la ocupación de cada manzana es muy distinta a la originalmente ideada, no sólo porque todos los laterales están construidos sino porque también la mayoría de los interiores de las manzanas albergan patios y construcciones privadas.

¿Qué pasó entre el proyecto de 1859 y el Eixample actual? Algunos dirán que la realidad de la vida. La verdad es que el mismo Cerdà, en modificaciones posteriores a la aprobación de su proyecto, aumentó la edificabilidad en cada manzana, quizás aceptando la realidad imparable del incipiente mercado inmobiliario o quizás engullido por esa misma realidad, ya que él mismo participó en una de las empresas inmobiliarias que levantaron los primeros edificios del Eixample. Y es que la iniciativa privada enseguida fue consciente del tremendo pastel que había detrás del proyecto de ensanche, y los propietarios de los terrenos sobre los que se debía construir la nueva ciudad no estaban dispuestos a reducir su parte del pastel a cambio de disminuir la superficie edificable de cada manzana, aunque fuera en aras de una mayor calidad de vida y un paisaje urbano mucho más agradable.

Se podría decir que el concepto cultural de la propiedad privada del suelo se la debemos a la Antigua Roma, que introdujo la asignación de suelo en propiedad a sus soldados como sistema de colonización de nuevos territorios. Posteriormente, el feudalismo concentró la propiedad del suelo en la nobleza y el clero. Con el fin del Antiguo Régimen, en cada país de Europa sucedieron distintas cosas. En España, a lo largo del siglo XIX se produjeron sucesivos procesos de desamortización que conllevaron la privatización del suelo hasta el modelo actual. En cambio, en otros países como Suecia, la propiedad de prácticamente la totalidad del suelo urbano y potencialmente urbano es pública, estando en manos del Estado o de los ayuntamientos. Esa circunstancia es crucial, ya que permite un mayor control de las políticas de vivienda (importante si consideramos la vivienda digna un bien básico al que todo ciudadano tiene derecho a un precio asequible) y también un mayor poder de decisión y flexibilidad sobre las políticas urbanísticas. En España, y concretamente en el caso de Barcelona, la propiedad privada del suelo impidió que la Barcelona proyectada por Cerdà se materializara, dado que, a lo largo de los años, los intereses particulares han sido capaces de ejercer la presión e influencia suficientes sobre los poderes públicos. Con el paso de los años, la edificabilidad autorizada en el Eixample de Barcelona ha llegado a ser 10 veces la que proyectó Cerdà en 1859. Sin embargo, desde 1976, con la implantación del Plan General Metropolitano, que todavía sigue vigente en la actualidad, se ha conseguido reducir esa edificabilidad a seis veces la defendida por Cerdà.

De lo que era la planificación urbanística del ensanche de Barcelona sobre el papel, lo que ha sido a lo largo del siglo XX y lo que es actualmente, da muy buena cuenta la manzana 5780 del Eixample de Barcelona. Esta manzana, delimitada por la calle Llull, la avenida Bogatell y las calles Joan d’Àustria, Ramon Turró y Marina, ha representado a la perfección lo que “la vida” deparó en muchos de los casos al proyecto original de Cerdà. Está situada en lo que en 1859 era el municipio independiente de San Martí de Provensals, que pasó al actual distrito de Sant Martí después de la anexión a Barcelona en 1897. Esta manzana estaba claramente ubicada en una zona de periferia indefinida, en la frontera entre ambos municipios, lo que facilitó (como en la mayoría del área del Poblenou) la instalación de numerosa industria, que se mezclaban con viviendas habitadas por las familias que trabajaban en las fábricas de la zona.

En 1976, el Plan General Metropolitano declaraba esa manzana como zona industrial, aplicándosele la famosa clave 22a, y consolidando así los edificios de almacenes, oficinas e industria en general que allí se agolpaban. Ni que decir tiene que la ocupación de la manzana era prácticamente del 100%, por todos los laterales y el interior de la misma. Posteriormente, la candidatura olímpica de Barcelona hace que la zona colindante de Icaria y el frente marítimo se conviertan en la perfecta localización para una futura villa olímpica. Se procede a la elaboración de un plan especial urbanístico que recalifica toda la zona, de industrial a residencial en grandes términos, pero dejando de lado la manzana 5780, que deberá ser objeto de un plan especial de reforma interior. Así pues, en uno de los márgenes de la Vila Olímpica de Barcelona, esta manzana se mantiene como una isla industrial decadente y progresivamente degradada, con locales que gradualmente son abandonados y dejados en desuso.

Todo ello hasta que en mayo de 1999, Sal Costa, uno de los ilustres vecinos de la manzana, cuya fábrica se ubicaba en el número 56-62 de la calle Marina y ocupaba casi el 25% de la superficie total de la manzana, se traslada a una nueva fábrica en el Puerto y abandona esas históricas instalaciones. Pocos meses antes de materializarse el traslado de Sal Costa, el Ayuntamiento de Barcelona había procedido a la aprobación inicial de un plan especial de reforma interior de la manzana a iniciativa de los propietarios privados de las parcelas, ejecutando por fin la pospuesta recalificación de zona 22a a 13a (de industrial a residencial), y abriendo el camino al derribo de la mayoría de almacenes industriales para su transformación en edificios de viviendas. A diferencia de lo ocurrido desde 1859 hasta 1976, cabe decir que dicho proyecto de reforma y fruto de la nueva legislación, contemplaba la obligatoriedad de una reserva de terrenos para una zona verde que ocupara el 30% de la superficie de la manzana, como elemento obligatorio para la construcción de futuras viviendas. En ese momento, la inmensa mayoría de los propietarios de las parcelas de la manzana eran particulares. Así pues, una empresa que ocupa el 25% de una manzana urbana abandona su emplazamiento y la iniciativa privada insta al Ayuntamiento a modificar la calificación urbanística de industrial a residencial.

Posteriormente, el plan promovido por los propietarios de la manzana es modificado por el Ayuntamiento, que reduce las unidades de actuación de tres a dos y aumenta el número de parcelas que deberán hacer cesión de parte de su superficie para la construcción de la zona verde. Además, en el año 2000, la Comisión de Calidad del Ayuntamiento de Barcelona pide la modificación del plan de la manzana, ya que considera que la mejor alternativa no es la de zona verde abierta a la avenida Bogatell, sino el cierre perimetral de la manzana a través de una edificación sobre el frente de la avenida Bogatell, dejando la zona verde como un interior de isla, con aperturas puntuales mediante pasajes públicos. A raíz de esas observaciones, en 2001 se aprueba una modificación del plan inicial (que en esencia era el propuesto por la iniciativa privada) que reduce el número de edificaciones de cinco a cuatro, pasando de dos edificios de ocho plantas y tres de seis, a uno de siete plantas, dos de seis y uno de cinco. De esta forma, se obtiene una mejor adaptación de las nuevas edificaciones a las ya existentes, reduciendo el impacto y dando una mayor sensación de continuidad a la manzana.

A todo esto, entre el plan inicial de 1998 y la modificación de 2001, la propiedad del suelo de la manzana ha cambiado sustancialmente. La mayoría de propietarios particulares ha dejado paso a una promotora inmobiliaria, que es ya dueña del 70% de la superficie de la manzana. Sin duda, un movimiento muy propio del boom inmobiliario que ya se empieza a dar en ese momento y que merece capítulo aparte.

Aunque ni el máximo de superficie edificable, ni la superficie dedicada a zona verde, ni el número máximo de pisos que se pueden construir cambian del plan inicial a la modificación, lo que sí que cambia es la forma que adopta la manzana. De cinco edificios, se pasa a cuatro, sin torres que sobresalgan de la uniformidad de la manzana. De un espacio público poco más que una prolongación de la calle se pasa a un espacio interior, menos fragmentado y con naturaleza propia e independiente.

Entre finales del siglo XIX y principios del XXI, hemos avanzado, no cabe duda. Si antes el interés privado impidió la materialización del paisaje urbano que Cerdà diseñó para Barcelona, ahora no nos lo puede impedir pero puede modificar su imagen. Porque aunque en el caso de la manzana 5780 se ha logrado seguramente imponer la mejor de las soluciones para obtener una densificación idónea y un paisaje urbano de calidad, la propiedad privada del suelo aún tiene la capacidad promover las transformaciones del paisaje de nuestras ciudades hacia los caminos que, en la mayoría de los casos, llevan las leyes de la oferta y la demanda.

jueves, 25 de marzo de 2010

La ciudad informacional y el emplazamiento del trabajo

Manuel Castells, en el prólogo y las conclusiones de su libro “La sociedad red”, introduce la paradoja resultante del impacto del informacionalismo sobre el trabajo y, específicamente, sobre su localización física. Resulta interesante ver como en una situación como la actual, en la cual las tecnologías de la información y la comunicación permiten que desde cualquier lugar del mundo podamos interactuar con otras personas ubicadas a miles de kilómetros de distancia, el trabajo pierde su identidad colectiva, pero en cambio se vuelve mucho más local. Tiene mucho que ver también, como apunta Castells, con la paradoja de la red y el yo, en la que en un mundo globalizado, en el que la red es cada vez más extensa, integrando mucho más nodos que nunca, organizando de manera más eficiente a los individuos y sus relaciones, la identidad individual se reafirma.

Este hecho es claramente análogo al papel que los lugares y, específicamente, las ciudades juegan en tablero de la economía global. La ventaja comparativa de una ciudad (o de una región metropolitana) frente a otra, deja de ser su ubicación geográfica, con su mejor o peor conexión por vía marítima o terrestre con los mercados objetivo de su producción, sino por su capacidad de integrarse como nodo de la red. En este nuevo contexto, se supera el plano físico y se reducen las fronteras espaciales. Esta superación se produce, como se ha comentado anteriormente, sobre la base de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación (con Internet como gran protagonista), pero también debido a los cambios adoptados a nivel político y administrativo (principalmente el proceso de integración política y monetaria que representa la UE, en el caso de Europa), que permiten la libre circulación de factores, principalmente el capital, las mercancías y la información. Resulta cada vez menos relevante ubicarse en Barcelona o en Bratislava, porque en el contexto de una red donde todos los nodos se conectan entre ellos, ambas ciudades están a la misma distancia del nodo de destino, por ejemplo, un cliente belga en el caso de una entidad financiera.

Obviamente, esta ecuación mágica que permite abatir las barreras espaciales parece de difícil cumplimiento en el caso de mercancías físicas, es decir, resulta complicado pensar que para la producción de un vehículo y su venta en Bélgica, sea indiferente que la planta de producción esté en Barcelona o en Bratislava. Es evidente que, desde un punto de vista de rentabilidad económica, los costes de producción y transporte serán distintos en una y otra ciudad y, con ello, la decisión de radicación de la producción parecerá claramente decantarse para un lado u otro. Pese a que incluso eso puede ser discutible (existen otros factores determinantes como la formación del capital humano, las ventajas fiscales o incluso la imagen de la ciudad), la realidad es que esta nueva economía de las redes, o el capitalismo informacional o de las redes como lo denomina Castells, parece muy ligada al concepto de la economía del conocimiento (pese a que información y conocimiento no sean conceptos sinónimos, sino más bien procesos complementarios).

Sin entrar de pleno en este tema, en los últimos 30 años se ha producido un gradual cambio en la base productiva de la mayoría de las economías desarrolladas, hacia un proceso de terciarización, especialmente en actividades de una elevada tecnología y conocimiento, y de pérdida de relevancia del sector industrial, básicamente de actividades de conocimiento bajo. En el caso de Barcelona y su región metropolitana, la ciudad central ha concentrado la gran mayoría de la ocupación en actividades de elevado conocimiento, expulsando las actividades de menor conocimiento hacia municipios del resto de la región metropolitana . Esta transformación de la base económica resulta de gran relevancia, no sólo en el contexto económico sino también en el social, y es que como apunta Castells, "mientras el industrialismo se orienta hacia el crecimiento económico, esto es, hacia la maximización del producto; el informacionalismo se orienta hacia el desarrollo tecnológico, es decir, hacia la acumulación de conocimiento" . Podemos decir que en la sociedad post-industrial, la de las redes, existe una economía global donde el trabajo se une en un proceso global descentralizado y sin distancias espaciales, pero a la vez se segmenta y especializa en cada trabajador, porque su capacidad de procesar y analizar la información que fluye en las redes, es decir, su conocimiento, es su mayor atributo. Las empresas y los sistemas de producción se organizan en redes de geometría variable, donde se externaliza, se subcontrata y se deslocaliza. Como apunta Castells, esa geometría variable marca que el proceso de producción se construya sobre un conjunto de tareas conectadas entre sí, pero ubicadas en diferentes emplazamientos. Volvemos a esa paradoja, en el contexto de la economía global y de las redes, el nodo (la ciudad o la persona), lo local, gana importancia.

Toda esta explicación en torno a esta nueva era informacional o de la economía del conocimiento, nos lleva a reflexionar sobre cómo debe la ciudad adaptarse y dar respuesta a estas nuevas dinámicas que cambian la forma en cómo las personas trabajamos pero también en cómo nos relacionamos, nos desplazamos o usamos nuestro tiempo libre. Si la sociedad industrial ha dado paso a la sociedad informacional, la ciudad industrial debe dar paso a la ciudad informacional, pero no sólo transformando las actividades económicas y los procesos productivos, sino en su forma y en su estructura, en sus espacios públicos y en sus sistemas de movilidad.

En un modelo fordista, basado en la cadena de montaje, es evidente que la presencia física del trabajador es esencial en el proceso productivo. Es decir, la red es totalmente local y la conexión de cada nodo es de tipo física. En este modelo, es esencial integrar la industria y la vivienda, intentando que los trabajadores vivan cerca de las fábricas. En el modelo de sociedad informacional, basado en la economía de las redes y del conocimiento, las empresas se integran en redes globales, donde el único requisito para la conexión de cualquier nodo es básicamente Internet. Así pues, la presencia física del trabajador se hace menos relevante, incluso irrelevante en según qué actividades, y éste puede conectarse a la red desde cualquier lugar, aportando su especialización individual a cualquier proceso de trabajo global. Así pues, en la ciudad actual, ya no debería ser necesaria la integración de la industria y la vivienda, ya que el conjunto de la ciudad se convierte en un potencial lugar de trabajo. Más allá de la posibilidad de que cada persona trabaje desde casa, cualquier espacio de la ciudad público o privado (parque, biblioteca, plaza, cafetería) es susceptible de albergar un nodo de conexión a la red, sólo basta con que exista la posibilidad de acceso a Internet. La ciudad es a la vez la vivienda y la fábrica, no es necesaria la zonificación ni tampoco la integración o la proximidad.

Sobre el urbanismo de la ciudad, este nuevo concepto de trabajo puede tener, entre muchos, dos impactos interesantes: sobre las infraestructuras y espacios públicos; y sobre la movilidad.

Por un lado, la ciudad debe proporcionar la infraestructura necesaria para que desde cualquier lugar, cualquier persona pueda acceder al flujo de información de las redes, es decir, conectarse a Internet y convertirse en un nuevo nodo. Sobre los espacios públicos, éstos deben diseñarse como potenciales habitáculos de trabajo, con lo que deben ofrecer los suficientes recursos pero también comodidad y amabilidad.

Pero además, este nuevo concepto de ciudad como lugar de trabajo, implica la reducción del número de desplazamientos. Desde el momento en que cualquier trabajador no necesita estar físicamente en un lugar concreto, no sólo no necesita ir de casa al trabajo, sino que puede evitar volver a casa o al trabajo en los momentos entre desplazamientos ineludibles. Es decir, si debe acudir a una reunión y luego ir al médico y ambos lugares están cercanos, no necesita volver a la oficina, puede quedarse en un parque o una biblioteca trabajando una vez acabada la reunión y hasta la hora de su visita. La deslocalización del trabajo implica que muchos de los desplazamientos por la ciudad y a la ciudad sean vinculados al ocio y al tiempo libre, abriendo la puerta a modelos de transporte mucho más integradores con el paisaje urbano y compatibles con una mejor calidad de vida. En este modelo, moverse en bicicleta o a pie puede ser mucho más factible y la apuesta por el transporte público versus el vehículo privado más asumible.

martes, 23 de marzo de 2010

Sobre la reforma de la Diagonal

El pasado 18 de marzo, el alcalde de Barcelona presentó ante la ciudadanía las propuestas para la reforma de la Diagonal, las cuales serán sometidas a consulta popular el próximo mes de mayo. En este sentido, son muchas las voces que opinan sobre la idoneidad de introducir la consulta ciudadana en esta decisión tan fundamental para el desarrollo urbano y metropolitano de Barcelona.

Sin entrar en detalle, el Ayuntamiento propone dos alternativas de reforma que, con distintas caracterizaciones, proponen reducir drásticamente el tráfico rodado en la Diagonal, convirtiéndola en una vía que se integre mejor dentro del paisaje urbano de la ciudad y permita una mejor conciliación entre los ciudadanos, los espacios públicos y la actividad comercial.

Pero los barceloneses no sólo podrán expresar su opinión sobre cuál de esas dos alternativas les parece más apetecible, y es que la consulta ciudadana incorpora una tercera alternativa, la opción C: dejar la Diagonal tal y como está en la actualidad. Personalmente, me produce una gran sorpresa que la consulta considere a votación la posibilidad de no ejecutar reforma alguna. Me sorprende porque, a priori, un gobierno municipal responde a un programa electoral y a una agenda política propia, que debe materializarse en un proyecto propio de ciudad. Asumo que cuando un Ayuntamiento saca a la luz pública su intención de reformar una parte sustancial de la ciudad es porque se enmarca en un proyecto global de ciudad y que, por tanto, es difícilmente entendible e incluso inasumible sin su contextualización en ese modelo de ciudad. Como atenuante, cabe decir que la introducción de la opción C fue forzada por el grupo de CiU, por lo que podemos aceptar que el Ayuntamiento pretendía consultar las alternativas de reforma, entendiendo que ésta era necesaria e ineludible. Aunque los dos posibles proyectos de reforma responden a un mismo modelo, con la conexión entre el Trambesòs i el Trambaix como buque insignia.

Por partes, este proceso de participación ahonda sobre un tema recurrente en referencia a la democracia como forma idónea en la toma de decisiones sobre proyectos concretos. ¿Es compatible la democracia con la búsqueda de la eficiencia y el imperio de la razón en la toma de decisiones? En mi opinión, se trata de una pregunta sin respuesta, ya que estamos mezclando conceptos que no casan bien. La democracia podría definirse como el poder de la mayoría y, por lo tanto, nada que ver con el triunfo per se de la opción más razonable. Además, la razón es seguramente uno de los conceptos más subjetivos que puedan existir y, en principio, la democracia (basada en la aritmética de la mitad más uno) es la más pura de las objetividades. Pero sin huir de la cuestión, la Ley de Urbanismo de Catalunya introduce la necesidad de someter a la visión de la ciudadanía los procesos de transformación y reforma urbanísticas, a través de procesos de participación ciudadana. Pero hay que ir con cuidado con no convertir esos procesos de participación en plebiscitos políticos o en elementos de propaganda.

Y es que para la consulta en cuestión, están llamadas a opinar todas aquellas personas mayores de 16 años que estuvieran empadronadas en la ciudad de Barcelona a 1 de enero de 2010. Ante esta posibilidad, surge casi de manera inmediata una pregunta: ¿están todos los ciudadanos capacitados para decidir sobre una cuestión de urbanismo por el mero hecho de ser ciudadanos? Nuevamente, se trata de una pregunta de difícil respuesta. Si aceptamos que sí, seguramente estemos cayendo en la dinámica del asambleísmo, el cual de por sí puede poner en entredicho la necesidad del actual sistema de representación política. Si de lo contrario respondemos negativamente, podemos caer en el elitismo de considerar que sólo las clases intelectualmente preparadas están capacitadas para expresar su opinión y que ésta sea tenida en cuenta. Estaríamos entrando en el resbaladizo terreno de la democracia cualificada, y la democracia es un concepto que no acepta adjetivos calificativos.

Pero en mi opinión, hay otros aspectos que son más interesantes de valorar con respecto a la consulta ciudadana. En primer término, la consulta se reduce al ámbito de la ciudad de Barcelona, cuando con toda seguridad existe una gran proporción de barceloneses que utilizan con muy poca frecuencia esta vía y, en cambio, gran parte de los usuarios de la Diagonal son personas que viven fuera de Barcelona y que la utilizan en sus desplazamientos diarios para dirigirse de casa al trabajo y del trabajo a casa, por ejemplo. Este punto me lleva a pensar en el actual modelo de planificación territorial dentro del ámbito de la región metropolitana de Barcelona. Puede parecer que cuando se trata de una intervención urbanística en municipios de la región otros que Barcelona, todo debe contar con el visto bueno de la ciudad central, pero que cuando se refiere a la planificación de la ciudad central, poco o nada tienen que decir el resto de la región metropolitana.

En segundo término, nos podemos preguntar si resulta trascendente la opinión de un ciudadano que, por ejemplo, vive en Sant Andreu y trabaja en Nou Barris, y que transita por la Diagonal poco más que una vez cada tanto. Y es que en un contexto en el que cada vez más se defienden los intereses de forma local, dentro del ámbito global de una realidad metropolitana, el censo establecido para la actual consulta parece cuanto menos poco acertado. O lo sometemos al conjunto de los usuarios reales (el ámbito metropolitano) o lo reducimos a aquellos vecinos que viven la realidad de la actual Diagonal en sus propias carnes (¿el distrito del Eixample?).

Decantarnos por una u otra posibilidad no es baladí, y es que responde a qué entendemos que debe ser la Diagonal. Podemos entender que la Diagonal es una vía crucial que no sólo atraviesa la ciudad de Barcelona de punta a punta sino que sirve de eje viario que permite la comunicación con el conjunto de la región metropolitana, y que, por ello, cualquier tipo de reforma debe ser contextualizada en relación a su impacto sobre la movilidad dentro de la región metropolitana. Sin ir más lejos, en su proyecto de Ensanche de Barcelona, Ildefons Cerdà introdujo la Diagonal como enlace entre los diferentes municipios que se configuraban en aquel momento en los extramuros de la ciudad condal. Pero por el contrario, podemos entender que la Diagonal debe responder únicamente al contexto urbano de Barcelona y que, precisamente, su actual realidad como vía de entrada y salida de la ciudad y de comunicación con el resto de la región metropolitana es un accidente fruto de la falta de una planificación adecuada, el cual debe ser subsanado. Así pues, nuestra posición respecto a la naturaleza de lo que es y debe ser la Diagonal está, indirectamente, posicionándonos a favor de una u otra alternativa, de la opción A y B o de la opción C.

En mi opinión, la realidad es que estamos ante una consulta que va más allá de si nos gusta el bulevar o la rambla o si preferimos que todo siga como está. Estamos ante la tesitura de decidir si apostamos por mantener un modelo de movilidad metropolitana basada no sólo en el uso intensivo del vehículo privado sino en su introducción hasta el mismo núcleo de la ciudad central; o bien, apostamos por un modelo de movilidad basado en el uso del ferrocarril como modo de transporte esencial entre los municipios de la región metropolitana y Barcelona, complementado por un modelo de movilidad dentro de la ciudad central que permita desplazarse de una manera más eficiente y conciliadora (en tranvía, por ejemplo), que contribuya a mejorar la calidad de vida urbana.

Ante esta situación, posicionarse a favor de la opción C parece lo más razonable, ya que sabemos que para dejar las cosas como están no es necesario tener más proyecto que el status quo. Pero para posicionarse a favor de alguna de las dos alternativas de reforma, necesitaríamos cerciorarnos de que esa transformación será el inicio hacia un verdadero modelo de movilidad metropolitana sostenible. Hoy por hoy, desconozco si realmente existe un proyecto implementable que nos lleve en un plazo razonable hacia ese modelo sostenible, pero en cualquier caso, de lo que estoy seguro es que, de existir, la mayoría de los ciudadanos lo desconoce, lo que convierte la consulta ciudadana en un ejercicio de dudosa utilidad.