jueves, 23 de diciembre de 2010

10 años de 22@ (I): the party is over, ¿y ahora qué?

Se acaban de cumplir 10 años de la creación y puesta en marcha del 22@, 10 años de la aprobación del plan urbanístico de transformación del suelo industrial del Poblenou. Con motivo de ese aniversario, el 22@ ha producido un vídeo donde se exponen las bondades y éxitos del proyecto. Pero 10 años después, se cierne sobre este proyecto de transformación urbana algunas sombras. Más allá de lo bueno y lo malo que pueda haber ocasionado el 22@, la realidad es que actualmente la continuidad de esta regeneración está entredicho debido a la actual crisis inmobiliaria. Y es que, como en general el modelo urbanístico en Catalunya y en el resto de España (las competencias urbanísticas son autonómicas), la creación de ciudad, la transformación de barrios degradados, el urbanismo en general está supeditado en gran medida a la iniciativa del sector inmobiliario y, por tanto, a la especulación.

Vídeo 10 anys 22@

No pongo en duda que el objetivo de fondo de este proyecto. Sin duda, hace 10 años existían muchas naves industriales abandonadas y totalmente degradadas en el Poblenou. También resistía parte de una industria obsoleta, molesta y nociva en algunos casos, perteneciente a sectores económicos en decadencia y cuya capacidad de generar nueva ocupación y contribuir al dinamismo económico de la ciudad podía ser cuestionable. Iniciar un proceso para facilitar la reconversión industrial de un ámbito urbano, contribuir al cambio de modelo económico es totalmente deseable. De hecho, si se hubiera llevado a cabo antes, seguramente el impacto de la crisis económica actual no hubiera sido ni tan severo ni tan persistente. Pero el problema a mi juicio es la forma en que se ha promovido este cambio de modelo económico materializado en ese proceso de transformación urbana de una pieza central de ciudad.

El quid de la cuestión es que el proyecto 22@ se pone en marcha en los primeros años de creación de la burbuja inmobiliaria. Cualquier proyecto de transformación urbanística aporta un incremento del aprovechamiento del suelo y, en consecuencia, una plusvalía para la propiedad de ese suelo. Por ejemplo, tenemos una parcela del Poblenou con una nave industrial sin actividad, en la cual el planeamiento vigente fija que sólo se pueden llevar a cabo usos industriales y establece una edificabilidad en metros cuadrados de superficie total, número de plantas totales, volumetría, etc., específicos. Entonces, se aprueba un nuevo planeamiento urbanístico que determina que, por ejemplo, se pueden llevar a cabo usos industriales y de oficinas (pero de determinados sectores), pero también se puede construir en esa parcela un hotel, y además se incrementa la superficie edificable y el número de plantas. A partir de ese momento, el propietario de esa parcela puede tirar abajo la nave abandonada, construir un hotel o un edificio de oficinas y obtener un beneficio. Ése es el aprovechamiento urbanístico derivado del nuevo planeamiento. Como desde una perspectiva de economía social parece lógico pensar que este modelo contribuye al beneficio de unos pocos por la actuación del sector público, desde la ley del suelo de 1975 y posteriormente en la Constitución española y en las sucesivas leyes urbanísticas catalanas, se establece una participación de la Administración en ese aprovechamiento. Concretamente, como mínimo y a groso modo, un 10% de ese aprovechamiento urbanístico debe ser cedido obligatoriamente a la Administración, a los ayuntamientos. Simplificando mucho, este 10% puede suponer que parte de las parcelas incluidas en un plan urbanístico tengan que pasar a ser de titularidad pública, pero también puede ser sustituido por una aportación económica. Es decir, la propiedad privada del suelo paga al Ayuntamiento de turno el equivalente económico a ese aprovechamiento del 10%. Y ahí está el círculo vicioso del modelo, porque muchos ayuntamientos han dedicado esos ingresos a cubrir el pago de las nóminas de sus funcionarios, a invertir en equipamientos de dudosa rentabilidad, etc. Por lo tanto, el propio modelo urbanístico hace que el sector público contribuya a que la iniciativa privada especule con el suelo y con el urbanismo, para obtener una plusvalía que implica unos ingresos para la Administración.

Pues bien, éste es en parte el modelo urbanístico que tenemos en Catalunya y que, a mi juicio, ha contribuido a echar leña a la burbuja inmobiliaria. No obstante, hay que decir que en el caso del 22@ el proyecto fija que el 10% de la cesión del aprovechamiento medio debe ser destinada a equipamientos públicos y, por tanto, no puede ir directamente a pagar algunos sueldos, por ejemplo. Es de agradecer, pero no evita la perversión del modelo y, sobre todo, su dependencia de la actividad inmobiliaria y de las expectativas de plusvalía de la iniciativa privada. Y es que excepto en seis ámbitos específicos donde el Ayuntamiento establece que el proyecto de reforma será a iniciativa pública, para el resto del ámbito del 22@ se deja a la iniciativa privada la potestad de proponer planes de reforma urbana, es decir, se espera a que la propiedad del suelo tenga incentivo económico (expectativa de plusvalía) para poder transformar el suelo en nuevos edificios, nuevas zonas verdes, nuevos equipamientos, etc. Es decir, si no hay expectativa de plusvalía, la transformación puede no llevarse a cabo.

En un contexto de boom inmobiliario, ¿qué ha ocurrido?, que las promotoras inmobiliarias pronto vieron el negocio. Hacerse con grandes superficies de suelo industrial degradado o abandonado, para transformarlo en oficinas, hoteles, etc., y obtener un beneficio. Pero también ocurre otro fenómeno y es que muchas de las empresas que estaban funcionando tienen ante sí una posibilidad muy enriquecedora. Vender su emplazamiento a una promotora inmobiliaria por una cifra astronómica y desplazarse a la periferia del área metropolitana, donde además tendrá mejores accesos y conexiones, suelo más barato, etc. Así pues, se inicia un proceso de deslocalización industrial, obsoleta o no, donde las actividades industriales se convierten en especuladoras del suelo y las promotoras inmobiliarias en los cazadores de fortuna que van detrás de hacerse al precio que sea necesario con ese suelo con altas expectativas de plusvalía. Esa es la transformación del modelo económico que en gran medida ha conllevado el 22@, cambiar una industria obsoleta por una industria de la especulación inmobiliaria. Y es que tirar abajo naves industriales para construir oficinas no implica per se y por arte de magia que la actividad económica se transforme de improductiva y nociva en productiva y limpia.

Mientras el boom inmobiliario existe la ecuación funciona a la perfección y da la sensación de que todo fluye sin fisuras. Pero, ¿qué ocurre cuando las promotoras inmobiliarias quiebran, cuando las empresas todavía ubicadas en el Poblenou ya no reciben suculentas ofertas para vender su suelo y, por lo tanto, no tienen el incentivo económico del pelotazo?

La mejor forma, seguramente, de ver cómo el 22@ se sustenta sobre la especulación, lo que ha supuesto un gran crecimiento entre los años 2000 a 2007 y una actividad muy limitada en los últimos dos años, es plantear un caso concreto.

Situémonos en la manzana comprendida entre las calles Sancho de Ávila, Tánger, Álava y Ávila. En el año 2004, una promotora inmobiliaria presenta ante el Ayuntamiento de Barcelona una plan de reforma urbana (PMU) para la transformación de parte de la manzana, excluyendo cuatro bloques de viviendas de la calle Tánger que han sido considerados por el 22@ como frente consolidado de viviendas y que, por tanto, pueden mantenerse intactas. Pues bien, esta promotora es en ese momento propietaria del 72% del suelo del ámbito de transformación de esa manzana, concretamente, de dos parcelas sobre las que se levantan naves industriales en desuso.


Lógicamente, no es que esta promotora hubiera estado históricamente ubicada en estas dos parcelas, sino que las adquirió para llevar a cabo la operación inmobiliaria amparada por el 22@ y obtener una plusvalía. Especulación pura y dura. En sus parcelas correspondientes, la inmobiliaria obtiene un aprovechamiento de alrededor de 20.000 metros cuadrados edificables (edificios para actividades @ de planta baja más 5 más ático), cuando las naves obsoletas tenían unos 5.000 metros cuadrados edificados. Obviamente, de lo que la ley impone, se derivan cesiones para espacios públicos (se introduce un pasaje en medio de la manzana), para zonas verdes, equipamientos y también vivienda protegida en las dos esquinas de la calle Tánger. Hay que ser justos y decir que esta última parte de dotaciones públicas es una buena contribución y abre un resquicio de esperanza hacia modelos urbanísticos más productivos socialmente hablando.


El plan es aprobado por el Ayuntamiento a mediados de 2005, imponiendo un plazo máximo de cuatro años para su ejecución. Se derriban las naves industriales afectadas, quedando en pie en la esquina de Sancho de Ávila con Ávila la nave de la empresa de café UNICSA, que entra dentro de las actividades industriales permitidas para el distrito 22@ y puede seguir funcionando, así como tres bloques de viviendas del frente consolidado de Tánger (el cuarto bloque también fue adquirido por la promotora inmobiliaria y ya ha desaparecido).

Pero pasan los años y el solar sigue sin edificar, lleno de maleza, en estado deplorable. Incluso en algún momento aparece un cartel de una entidad financiera anunciando “Solar en venta”. Sospechoso.


Es cuestionable que ahora la manzana esté menos degradada que cuando estaban las naves en pie y la realidad es que pasados cinco años no ha habido regeneración y los equipamientos no aparecen. ¿Qué puede haber pasado? ¿No será que la crisis inmobiliaria ha puesto en entredicho la viabilidad y rentabilidad de la operación inmobiliaria? ¿No será que el precio que la promotora pagó por el suelo en su momento es ahora superior a la expectativa de plusvalía? ¿No será que la entidad financiera de turno ha embargado los solares a la promotora? ¿No será que sin especulación no hay transformación? No puedo confirmar la respuesta a ninguna de estas cuestiones, todo son puras especulaciones.

miércoles, 10 de noviembre de 2010

El inevitable peaje de transformar un barrio degradado en un barrio de moda: Prenzlauer Berg y Bolonia

La gentrificación, del término inglés gentrification, podría traducirse por algo así como aburguesamiento. Este concepto se aplica en procesos de rehabilitación y regeneración urbana, es decir, en casos de barrios históricos que tras caer en un estado de decadencia, abandono e incluso marginalidad, resurgen de sus cenizas fruto de la intervención urbanística, pero erigiéndose como nuevos centros residenciales de atracción de clases medias y altas con elevado poder adquisitivo, lo que conlleva al progresivo encarecimiento de la vivienda, a la aparición de caros negocios destinados a este tipo de público y, por último, la inevitable expulsión de la población originaria del barrio. Es decir, que la gentrificación alcanza los objetivos de regenerar una zona urbana, pero seguramente a un precio que no siempre es socialmente aceptable.

Pero hasta aquí, simplemente se trata de la constatación de un hecho, la cuestión es si regeneración y gentrificación son inseparables. Personalmente, opino que en sus aspectos más positivos, la gentrificación es deseable porque revitaliza y dinamiza un barrio deprimido, lo hace más seguro y lo embellece, el problema es cuando lleva inevitablemente a crear un mercado de la vivienda inaccesible para la mayor parte de la población de una ciudad y, por tanto, contribuye a crear zonas socialmente contrapuestas dentro de una misma ciudad. La cuestión es entonces si resulta inevitable que los precios de la vivienda suban meteóricamente en procesos de regeneración urbana o bien existen modelos y ejemplos que hayan conseguido evitar este fenómeno. Pues bien, me temo que con el actual modelo de gestión urbanística que impera en la mayoría de los países europeos, donde el sector privado tiene un papel protagonista en estos procesos de regeneración y, por tanto, la especulación y la búsqueda de la rentabilidad económica campan a sus anchas, gentrificación y regeneración parecen inseparables.

Para analizar esta cuestión, en Europa existen dos casos que ilustran que, pese a lograr inicial y parcialmente rehabilitar barrios sin disparar el precio de la vivienda e incluso sin expulsar a su población tradicional, inevitablemente, con el tiempo la gentrificación acaba apareciendo. En algunos casos porque la iniciativa privada acaba predominando por encima de la intervención o la regulación pública, el caso de Prenzlauer Berg en Berlín. En otros casos, porque el propio sector público pone en marcha proyectos de equipamientos públicos que acaban derivando en la elitización de un barrio, el caso del centro histórico de Bolonia.

Comencemos con el ejemplo de Bolonia, que realmente puede considerarse un caso de relativo éxito, al menos durante la década de 1970. El centro histórico de Bolonia sufrió un progresivo abandono desde los inicios de 1950, pasando de 113.000 habitantes en 1951 a 80.000 en 1971, y alcanzando una tasa de edificios abandonados del 10%. En ese momento, el ayuntamiento controlado por el Partido Comunista de Italia, puso en marcha un ambicioso plan de regeneración urbana que se proponía recuperar el centro histórico, básicamente porque la cuidad había crecido de forma dispersa, en lugar de aprovechar la ciudad existente (actualmente ocupa el 8% de toda la superficie del municipio mientras que en 1941 suponía el 26%). El punto más interesante de los distintos proyectos de regeneración urbana emprendidos en esa década es, a mi juicio, el plan social de viviendas de 1973. Básicamente, a través de un proceso jurídico-administrativo único hasta ese momento, se consiguió expropiar vivienda privada abandonada para su rehabilitación y transformación en vivienda social. Hasta entonces, la expropiación de bienes inmuebles privados tan sólo era aceptada para la construcción de infraestructuras tales como carreteras, ferrocarril, etc. Parte del centro histórico, que permanecía abandonado, resurgió totalmente rehabilitado, con edificios históricos recuperados, con calles revitalizadas y todo ello manteniendo el vecindario tradicional y con un aumento de la vivienda social disponible.


El problema fue que el resto del centro que no había sido objeto de este plan de viviendas sociales, continuó perdiendo población y degenerándose año tras año, con lo que el ayuntamiento optó por tirar adelante otros proyectos de regeneración, esta vez basados en la construcción de equipamientos culturales y educativos, en colaboración con la universidad, tratando de posicionar el centro de Bolonia como un polo de atracción de población universitaria, joven, cultural e intelectualmente activa. Y ése fue el inicio del camino inevitable hacia la gentrificación porque, de forma gradual, el centro histórico de Bolonia fue atrayendo a población con mayor renta, a nuevos y sofisticados negocios relacionados con la restauración y el ocio y, con ello, los precios de la vivienda fueron escalando. La cuestión es que fruto de este proceso final de gentrificación, el centro histórico de Bolonia dejó de perder población y desde 2001 a la actualidad se ha mantenido alrededor de los 50.000 habitantes censados, y acogiendo a más 150.000 personas (estudiantes, comerciantes, visitantes, etc.) que se mueven a diario por ese barrio. El poder público ha terminado por aceptar la gentrificación como la solución para la revitalización y conservación del centro de la ciudad, intentando minimizar su impacto sobre la población más desfavorecido con puntuales planes de vivienda social.

El caso de Prenzlauer Berg es seguramente más conocido, ya que después de la caída del Muro, este barrio de la antigua Berlín oriental se ha convertido en uno de los barrios más de moda de toda Europa. A finales del siglo XIX, Prenzaluer Berg era un barrio obrero superpoblado y con edificios que no cumplían con las condiciones mínimas de habitabilidad ni siquiera de la época, sin calefacción ni servicios sanitarios de ningún tipo. Durante el periodo de la RDA, el gobierno comunista no intervino en la progresiva decadencia y abandono del barrio, de hecho lo utilizó como muestra propagandística de lo que el sistema capitalista suponía. Progresivamente, las familias que habitaban el barrio fueron trasladándose a los nuevos y “modernos” barrios de enormes bloques prefabricados que el régimen publicitaba como paradigma de las bondades del socialismo. La reunificación no cambió demasiado las cosas en un inicio, ya que a inicios de la década de los 90, en Prenzlauer Berg, una sexta parte de las viviendas estaban abandonadas, el 43% de los apartamentos no tenían lavabo y el 23% lo tenían, pero compartido con el resto del edificio.

Pero la localización de Prenzlauer Berg, en el centro neurálgico del nuevo Berlín reunificado, era demasiado privilegiada como para permitir que el barrio siguiera en su curso de abandono progresivo. Así pues, el Estado de Berlín, puso en marcha un proyecto de regeneración urbana, basado por un lado en un proceso de transformación del espacio urbano, de los equipamientos e infraestructuras del barrio, desde el punto de vista de las necesidades de los vecinos. Para ello contrató a una agencia de desarrollo urbanístico que había conseguido regenerar con éxito el barrio de Kreuzberg en el Berlín occidental.
Complementariamente, se propuso renovar y modernizar las viviendas del barrio, incentivando con ayudas y subvenciones públicas la rehabilitación de las viviendas privadas. La rehabilitación de los edificios se propuso mantener la estructura de los mismos, conservando la esencia histórica del barrio. Como contrapartida, el precio de los alquileres estaba limitado públicamente en el caso de apartamentos que fueran renovados y tuvieran ya inquilinos, pero el precio era libre para viviendas no habitadas y que se reformaban y acogían a nuevos inquilinos. Esta política pública de subvención de la reforma y limitación del precio para los alquileres existentes tuvo dos efectos: el primero es que más del 80% de los 32.000 apartamentos del barrio fueron rehabilitados, casi el 60% recibiendo subvenciones públicas. El problema es que se creó un mercado del alquiler dual, con nuevos inquilinos llegando al barrio y pagando alquileres entre un 25 y un 30% más elevados que los ya existentes. Por lo tanto, el incentivo para la propiedad privada que buscaba la inversión en el alquiler de viviendas era el de generar nuevos contratos, por lo tanto, reformar cuando no había inquilino o esperar a que abandonaran el apartamento.


El fruto de esta política de regeneración fue un cambio gradual pero sustancial sobre la estructura poblacional del barrio. A comienzos del 2000, el 57% de las viviendas estaban ocupadas por una sola persona, el porcentaje de población entre 25 y 45 años había pasado del 35% en 1991 al 53% en 1999 (llegando a ser los inquilinos de entre 18 y 45 años el 85% del total en el barrio), el porcentaje de habitantes con al menos un diploma de bachillerato se había doblado y la renta media se había aproximado a la media de Berlín. Un estudio del DIFU demostró que el 50% de los habitantes de Prenzlauer Berg se habían trasladado al barrio después de la reforma de las viviendas, luego eran nuevos contratos. En total, dos tercios de los contratos de alquiler eran nuevos y, por tanto, de renta libre. En definitiva, los intentos gubernamentales por llevar a cabo una regeneración del barrio que no conllevará una modificación de la estructura de la población del barrio, es decir, la gentrificación, fueron exitosos mientras los contratos antiguos siguieron existiendo. Mientras tanto y silenciosamente, gran parte del barrio, las viviendas abandonadas, fue rehabilitado progresivamente y llegaron nuevos inquilinos con mayor poder adquisitivo, mientras que los antiguos vecinos seguían viviendo en apartamentos sin reformar y se iban trasladando a los que iban quedando sin reformar, hasta que casi todos estuvieron reformados, cuando no tuvieron más remedio que dejar el barrio. El Estado retiró las subvenciones a la reforma y la regulación a los precios del alquiler y con ello la gentrificación de Prenzlauer Berg ya se había consumado.

Así pues, tanto en el caso del centro histórico de Bolonia como en el de Prenzlauer Berg en Berlín, la regeneración urbana sin aburguesamiento e impacto sobre los precios de la vivienda se aguantó hasta que el sector público pudo sostener el precio económico y político. Expropiar para crear vivienda social tienen un precio en inversión pública y también en votos. Subvencionar la reforma privada de viviendas y regular el precio máximo de los alquileres lo mismo. Por lo tanto, mientras el sector público puede operar relativamente en solitario, parece ser que la ecuación regeneración sin gentrificación es factible. Sin embargo, cuando el sector público desiste en el empeño, por los motivos que sean, y la iniciativa privada se queda sola, la cosa cambia.

Pero claro, la cuestión es también, ¿a qué persona joven y con una renta media-alta no le apetecería vivir en los gentrificados Prenzlauer Berg o centro histórico de Bolonia si tuviese que mudarse a Berlín o Bolonia?

lunes, 25 de octubre de 2010

Urbanismo sostenible: rehabilitar vs edificar

El concepto de sostenibilidad está en boca de muchos desde hace algunos años. Pese a ello, no resulta sencillo definir claramente este término, quizás debido a su uso excesivo por parte de la clase política, convirtiéndolo en un concepto ambiguo y no siempre conciso. La sostenibilidad es principalmente utilizada en relación con el medio ambiente y el cambio climático, pero en muchos casos incluso se aplica a otros campos como el de la economía (la ley de economía sostenible del actual Gobierno español). Sin embargo, no es tan conocida su aplicación en el ámbito de la planificación territorial y, sobre todo, del urbanismo.

Pese a que en los últimos años y especialmente en el caso de Catalunya, las sucesivas leyes y normativas urbanísticas promulgan la necesidad de promover una planificación territorial sostenible, que haga un uso racional del suelo y de los recursos, cosa que realmente parece haberse logrado, en muchas ocasiones, esta buena práctica no se aplica en el caso de la ordenación y la transformación de la ciudad existente. Y es que los grandes proyectos urbanísticos de ciudad se asocian generalmente a transformaciones radicales de la fisonomía de una parte preexistente de la ciudad (por ejemplo, en el caso de Barcelona, la Vila Olímpica o más recientemente el sector de Diagonal Mar). Los grandes proyectos, los que se premian, los que aparecen en las revistas de urbanismo y arquitectura, son habitualmente los que arrasan con lo anterior y construyen algo totalmente nuevo.

Como siempre, el caso de Barcelona es bastante ilustrativo. Se ha citado en este blog en muy diversas ocasiones proyectos como el de la Vila Olímpica. En este caso, toda la zona de Icaria, en la que hasta mediados de la década de 1980 se agolpaban numerosos edificios industriales, de mayor o menor riqueza histórica y arquitectónica, y en la que tras las construcción de la villa olímpica para los JJOO de 1992, tan sólo queda el recuerdo de la chimenea del antiguo complejo industrial de Can Folch (al final de la actual calle Marina).

Pero en Barcelona existen otros casos más allá del Poblenou que también ilustran el gusto de esta ciudad por los proyectos urbanísticos de transformación radical del paisaje urbano. Y uno de ellos es el caso del antiguo Instituto Mental de la Santa Creu, sobre el que actualmente se alzan el Parc Central de Nou Barris, el Parc Tecnològic Barcelona Nord y la sede del Distrito de Nou Barris, entre otros equipamientos públicos.


Construido a partir de 1888 en el antiguo término municipal de Sant Andreu del Palomar, estuvo en funcionamiento hasta 1992, pese a que fue objeto de derribos parciales a partir de 1973, cuando las operaciones de especulación urbanística vinculadas a los polígonos de vivienda social del Régimen se fijaron en esa inmensa parcela de 120 hectáreas situada en la periferia obrera de Barcelona. En ese primer momento, el complejo sanitario fue parcialmente derribado, dejando tan sólo una pequeña parte del gran edificio, pese a que no se llevo el previsto derribo total del complejo. En 1993, se puso en marcha una primera fase del proyecto de transformación de la zona, que preveía la construcción de un gran parque, así como la instalación de la sede del Distrito de Nou Barris, la construcción de una biblioteca, del Archivo Municipal del Distrito, de vivienda protegida y del actual Parc Tecnològic Barcelona Nord, que acoge una incubadora de empresas y diferentes servicios de Barcelona Activa. En esa primera fase, básicamente se llevó a cabo la construcción del Parc Tecnològic. En 1999 se puso en marcha una segunda fase, centrada en la construcción del parque y del resto de equipamientos. Del antiguo manicomio resiste hoy una pequeña pieza que ha sido rehabilitada y transformada en la Sede del Distrito y el Archivo Municipal.


El equipamiento de Barcelona Activa fue construido totalmente de cero, sin aprovechar ni una sola de las edificaciones preexistentes, aunque cabe decir que el derribo de 1973 tampoco había dejado demasiada cosa en pie. Sin embargo, la rehabilitación consta como una parte minoritaria, casi anecdótica, quizás por lo elevado de su coste, pero quizás también por la complejidad de acometerla con solvencia y garantías. Parece que resulta mucho más sencillo para todos los agentes implicados arrasar y construir algo nuevo, en lugar de dedicar tiempo y esfuerzos a aprovechar patrimonio histórico, que además contribuye a conservar la esencia histórica de un barrio.


En mi opinión, regeneraciones urbanas como ésta son precisamente la antítesis del urbanismo sostenible. Destruir y arrasar el patrimonio histórico de las ciudades, sea cultural o industrial, tiene un impacto muy elevado sobre la sostenibilidad. Construir de cero por encima de rehabilitar y reutilizar lo existente es insistir sobre un modelo que se basa sobre la falsa concepción de que los recursos son ilimitados y que hacer algo nuevo es símbolo de progreso, mientras que reutilizar lo existente es de pobres.

En la actualidad, el parque central de Nou Barris es un ejemplo de un proyecto urbanístico de elevada calidad, desde el punto de vista paisajístico y de regeneración urbana, pero no puede serlo desde el punto de vista de un desarrollo urbanístico sostenible, desde el necesario nuevo papel del urbanismo y de la planificación territorial sobre el nuevo modelo económico que necesitamos. Desde el desplome del sector de la construcción, se habla mucho de la necesidad de orientar esta actividad económica hacia la rehabilitación en lugar de la construcción de nueva planta. Pues bien, nuestras ciudades ofrecen centros históricos y zonas urbanas degradadas que son el laboratorio perfecto para poner en marcha esta nueva política.

jueves, 8 de julio de 2010

Can Gili Nou: el precio de lo público en el 22@


Can Gili Nou es un complejo industrial situado en la calle Taulat número 5 (esquina con Ciutat de Granada) del Poblenou de Barcelona, construido en 1880 y constuido por varias construcciones fabriles. Desde la fecha de su construcción hasta el primer cuarto del siglo XX, este complejo albergó las instalaciones de la fábrica de harinas “La Trinidad”, propiedad de Josep Gili, hermano de Andreu Gili, a su vez propietario de la fábrica también de harinas “La Fama”, ubicada en otro complejo a escasos metros, conocido como Can Gili Vell. Tras el cierre de la fábrica en 1916, el complejo pasó por varias manos, hasta ser adquirido en 1989 por la empresa de seguridad Securitas, la cual instaló sus oficinas centrales. En la actualidad, este complejo ha sido transformado en vivendas “no convencionales”, un hotel y un centro de barrio para la Vila Olímpica. Es, sin duda, un magnífico ejemplo de cómo el proyecto urbanístico 22@ ha contribuido de manera decisiva a las operaciones inmobiliarias especulativas.

Pero, pongámonos en contexto para entender el proceso. En el año 2000, el Ayuntamiento de Barcelona aprueba el proyecto 22@, que a nivel urbanístico, supone una modificación del Plan General Metropolitano, con el objetivo de transformar la zona industrial del Poblenou en una nueva zona en la que albergar a empresas innovadoras e intensivas en conocimiento, pasar de la clave 22, que caracterizaba la industrial tradicional, obsoleta y molesta, a un industria moderna, tecnológicamente avanzada.

En el caso concreto de Can Gili Nou, este proyecto, a priori, no debía tener mayor impacto, dado que ese complejo albergaba a una empresa de seguridad que, no puede ser tildada de nociva ni molesta, y que hasta cierto punto puede ser calificada de no obsoleta. Además de este lícito objetivo, el 22@ pretendía la conservación del patrimonio industrial del Poblenou, primando la rehabilitación de edificios fabriles, antes que la construcción de nuevas instalaciones. Sin duda, otro propósito que sobre el papel es totalmente loable. Sin embargo, el plan esconde otra proposición que, en mi opinión, es del todo perniciosa: la posibilidad de conservar edificios industriales mediante su transformación en viviendas “no convencionales”. La coletilla “no convencional” es en este caso sinónimo de “lofts y viviendas de lujo al alcance de muy pocos bolsillos”. En este contexto, el 22@ elabora un catálogo de fábrica susceptibles de ser transformadas en viviendas “no convencionales”, incluyendo Can Gili Nou.

Como era previsible, dentro de la vorágine constructora del momento, una empresa promotora compra el complejo a la empresa Securitas y en el año 2005 presenta al Ayuntamiento de Barcelona su proyecto de transformación de la fábrica de Can Gili Nou en un complejo de tres edificios de viviendas “no convencionales” y un hotel de siete plantas. Como cesión obligatoria de suelo, la promotora entrega 1.900 metros cuadrados de un total de 10.000 metros cuadrados edificables (viviendas más hotel), de acuerdo con lo que marca la normativa. De la cesión obligatoria, 1.300 metros van a espacio libre y 600 a un equipamiento público, el futuro Centro de Barrio de la Vila Olímpica.


Vayamos por partes, porque merece la pena. Por un lado, se permite construir un hotel de 7 plantas, que rompe totalmente la morfología del complejo, bajo el argumento de que el 50% de la planta baja estará elevada y, por tanto, será transitable para los ciudadanos, dando continuidad a la calle Ciutat de Granada hacia Taulat y Avenida Icària. Se acepta que el espacio libre que queda en el patio central entre los edificios de viviendas no sea zona verde, dado que debajo de todo el complejo se permite construir un parking que impide que ese espacio sea apto para plantar ningún tipo de vegetación. Este hecho se aprueba aún y con la recomendación desfavorable de la Comisión de Calidad del Ayuntamiento. En realidad, este espacio libre es la recuperación como espacio público (calle) del patio interior del complejo, lo que básicamente hace que las viviendas en planta baja con terraza se conviertan en un caramelo en manos de los amigos de lo ajeno.

Y por otro lado, los 6.000 metros edificables de viviendas “no convencionales”. Curiosamente, en diciembre de 2004, en reunión del Consejo del Distrito de Sant Martí, el regidor del Distrito aseguraba que en este complejo se construirían viviendas sociales. En la actualidad, las viviendas construidas se venden a precios que oscilan entre los 400.000 y el millón de euros.

Pero en mi opinión, lo más interesante de este proyecto es la construcción del Centro de Barrio en uno de los edificios del complejo, como parte de la cesión obligatoria de suelo que marca la ley de urbanismo. Se trata de un equipamiento que tendrá 1.100 metros cuadrados de superficie, en dos plantas, y que servirá para que las entidades del barrio puedan hacer uso para sus actividades sociales. Pensemos por un momento, el precio social de un equipamiento público y la recuperación de unos 1.300 metros cuadrados de espacio público en forma de calle. Un complejo industrial del XIX, donde se ubican las oficinas de una empresa de seguridad, de la noche a la mañana, por obra y gracia de una Administración Pública, se convierte en una parcela con una edificabilidad de 10.000 metros cuadrados, entre tres edificios con viviendas de lujo y un hotel de siete plantas. A cambio, la ciudad obtiene un equipamiento público de 1.000 metros, cuyo encaje en el entorno es más que forzado, y un espacio público de cemento, sin zona verde ninguna, y cuya utilidad pública es más que discutible, dado que no garantiza un verdadero tránsito continuo entre la calle Dr. Trueta, Taulat y Avenida Icaria.


En este caso concreto, el 22@ contribuye de forma decisiva a inflar el mercado inmobiliario, a convertir un patrimonio industrial de valor histórico en un complejo de lujo, introduciendo un hotel que rompe la estética y la estructura vecinal del barrio, en un claro intento de gentrificación, es decir, de expulsión de los usos tradicionales y propios de la zona, introduciendo población de renta elevada, impidiendo que la gente del barrio siga viviendo en él.

Aunque todo se haga de acuerdo con la ley vigente, sin duda se podría hacer de otra manera. Se puede mantener y rehabilitar el patrimonio industrial del Poblenou sin contribuir a la especulación, sin llenar la zona de hoteles, pensando en las consecuencias para el barrio y su estructura social y económica. Porque de la misma forma en que el planeamiento permite al privado transformar un complejo industrial en un lucrativo proyecto de viviendas más hotel, el Ayuntamiento podría haber adquirido previamente este complejo para transformarlo, por ejemplo, en un equipamiento más digno para el barrio y en viviendas de alquiler público. No hace falta hacer muchos números, es fácil imaginar el pelotazo de Securitas al vender el complejo a la inmobiliaria, calcular el beneficio de la inmobiliaria entre la operación del hotel y la rehabilitación de las viviendas. Y también es sencillo calcular el escaso beneficio social de todo esto.

jueves, 10 de junio de 2010

El papel del comercio en el espacio urbano: la Vila Olímpica de Barcelona

Resulta innegable que el comercio, tanto el modelo de comercio minorista de proximidad, como los nuevos modelos de grandes superficies (tanto en interior de núcleo urbano como en la periferia), tiene un gran impacto sobre el espacio urbano de las ciudades. Un barrio tendrá más o menos vitalidad, más o menos seguridad en sus calles, un mayor o menor uso de los espacios públicos, dependiendo de si se caracterizan por modelos comerciales donde destacan los pequeños comercios al detalle o si apuestan por grandes superficies o centros comerciales.

En el caso del barrio de la Vila Olímpica de Barcelona, la ausencia de comercio de proximidad y la existencia de un centro comercial de ocio y restauración que monopoliza la actividad comercial del barrio, conlleva que el uso habitual y frecuente del espacio urbano (de sus calles, de sus zonas verdes) por parte de sus vecinos brille por su ausencia.


En el siguiente estudio se plantea un modelo comercial alternativo que podría dar un dinamismo al barrio, contribuyendo a una mayor vitalidad del barrio e incluso aumentando la sensación de seguridad de sus calles.

Un nuevo modelo de desarrollo comercial para el barrio de la Vila Olímpica

jueves, 3 de junio de 2010

Pan para hoy y hambre para mañana

En el año 2007, en la cúspide de la burbuja inmobiliaria, el sector de la construcción representaba el 18% del PIB español, mientras que la media de la UE-15 era aproximadamente del 6% (incluyendo en el cálculo de esa media la desorbitada cifra española). En España se construía a un ritmo de 800.000 viviendas nuevas al año, cuando la demanda digamos natural (explicada por razones demográficas como la tasa de personas en edad de emanciparse o la inmigración) no era de más de 350.000 viviendas al año.

A toro pasado, 3 años después, resulta bastante fácil para el común de los mortales decir que ésos eran síntomas evidentes de burbuja inmobiliaria. Pero uno se pregunta, ¿cómo puede ser que los políticos que nos gobiernan y sus asesores económicos no lo percibieran? Yo creo que la explicación es muy sencilla. También en 2007, la tasa de paro alcanzaba cifras históricas (por lo bajas, no como ahora), al situarse poco por encima del 8%, y el PIB español mantenía un ritmo de crecimiento cercano al 4%. Pero el cortoplacismo y los intereses electorales caracterizan a la clase política española, y la permisividad y el pasotismo por estos asuntos a la sociedad española.

La crisis financiera iniciada en los EEUU hizo de detonador y permitió que el Gobierno se escudara durante dos años en el argumento de la crisis global para no tomar cartas en el asunto. Pero no se trata de un problema de un partido, sino de un sistema. El Partido Popular consolidó e incluso incrementó el crecimiento de la economía española basado en el ladrillo. Desde 1996, y sobre todo a partir de la ley del suelo de 1998, la construcción empezó una espiral irreversible que llevó al sector a las cifras de 2007. El PSOE, en el poder desde 2004, obviamente tampoco hizo nada por evitarlo, sino que participó de la fiesta, mostrando orgulloso las cifras de nuestra economía, las que la situaban en la “Champions League de las economías”.

Ahora el daño ya está hecho. Todos estos años de mirar para otro lado, de vivir por encima de nuestras posibilidades ya no tienen remedio. En efecto, ahora toca reformar el modelo productivo en profundidad, y en mi opinión, el urbanismo juega un papel fundamental. La ley del suelo (que es competencia estatal) y las leyes autonómicas de urbanismo deben ser modificadas para evitar nuevas situaciones como las vividas en los últimos 15 años. De no ser así, mucho me temo que nuestros políticos, a la mínima que les sea posible, optarán por tomar el atajo e intentar reactivar la construcción para poder recolocar a 1,5 millones de parados.
Además, no hay que olvidar que gran parte del endeudamiento del Estado proviene de los ayuntamientos, y que éstos han vivido durante los últimos años de los ingresos generados por la construcción. El problema de la financiación local es evidente, para mí es el otro pilar para la necesaria transformación del modelo económico. Un par de datos. Casi el 40% de los ingresos de las entidades locales provienen de impuestos. A partir del año 2000, el PP eliminó el impuesto de actividades económicas, con lo que los ayuntamientos básicamente pasaron a depender de los ingresos relacionados con licencias de obra, permisos de edificación, etc.

Pero no sólo eso, de acuerdo con la Constitución, la propiedad privada debe cumplir una función social. Es decir, en el caso de la propiedad del suelo, los propietarios están obligados a retornar parte de las plusvalías generadas por la actividad urbanística a la sociedad. Esto significa que un porcentaje de aproximadamente el 15% del aprovechamiento urbanístico (la rentabilidad que se va a obtener por el hecho de convertir un solar en viviendas o una zona industrial en residencial) tiene que ser cedida al municipio. A la práctica, esto significa que las zonas verdes, que los equipamientos públicos, que el espacio público se construye sobre la base de la iniciativa privada. Si el privado genera un pastel, la Administración local quiere una parte. Eso lo que hace no es más que incentivar que el pastel vaya creciendo. ¿Quieres una nueva zona verde? ¿Quieres un nuevo polideportivo? ¿Una piscina municipal? Para ello necesitas recalificar y edificar muchos metros cuadrados de techo, para que el porcentaje te salga. Sencillo, si quieres un equipamiento público de 10.000 m2, algún promotor deberá edificar unos 66.000 metros de viviendas u oficinas.

Todo ello aderezado con que cualquier ayuntamiento de España, por pequeño que sea, decide donde se puede edificar y donde no, decide si quiere crecer o no, si quiere más vivienda, si quiere más industria, si quiere un polideportivo igualito que el que tiene el pueblo de al lado, que está a menos de un kilómetro, por ejemplo. ¿Cuántos alcaldes son constructores y viceversa?

En mi opinión, las decisiones a partir de ahora en materia de urbanismo deben impedir que el sector de la construcción pase del 8-9% del PIB, aceptando que como destino turístico que es, es aceptable que España tenga una actividad constructiva superior al resto de Europa. La alternativa más radical, y seguramente la más efectiva, sería la “nacionalización” del suelo. Obviamente, resulta complicado de llevar a cabo a estas alturas, pero una manera podría ser la recalificación de todo el suelo que no sea urbano consolidado en no urbanizable. De esta forma, el sector público podría ir progresivamente adquiriendo a menor precio todo el suelo que rodea las primeras y segundas coronas urbanas, y de esta forma decidiendo y orientando (dentro de un plan estratégico supramunicipal) el crecimiento de las ciudades, además de pudiendo dotarse de un parque de vivienda pública de alquiler. Esta es una práctica que se lleva a cabo en algunos países europeos, como por ejemplo Francia.

Resulta imprescindible que la economía española aumente su productividad y se concentre en sectores de verdadero valor añadido. Lo que no puede ser es que un sector como la construcción, en el que la productividad ha crecido a una media del -0,1% en los últimos años, tenga el peso que ha tenido. Una salida en falso de la crisis económica puede ser más grave que la propia crisis. Pan para hoy y hambre para mañana.

jueves, 13 de mayo de 2010

Desmontando la opción C: sobre el impacto económico

Uno de los argumentos más utilizados a favor de dejar la Diagonal tal y como está actualmente, y seguro que aún más después de las medidas de reducción del déficit anunciadas ayer, es la inoportunidad de acometer una reforma de tal calibre en este momento, por el impacto en el gasto público que supondría. En mi opinión, esta afirmación se basa sobre cimientos inexactos, que algunos deben esgrimir bien por desconocimiento o bien por interés en tergiversar la realidad, pese a que reconozco que todo es matizable y rebatible.

El coste total, tanto de la urbanización como de la infraestructura de conexión entre el Trambaix y del Trambesòs, está estimado en alrededor de 135 millones de euros, dependiendo de la alternativa escogida. Vayamos por partes, por un lado, la infraestructura del tranvía, con un coste aproximado de 65 millones, desde el punto de vista del impacto sobre el erario público tiene ciertos matices. Tanto el Trambaix como el Trambesòs son concesiones a una empresa privada, la cual corre con la inversión de construcción de la línea y posteriormente con los gastos de gestión y mantenimiento. A cambio, ATM (participada por la Generalitat y el Ayuntamiento de Barcelona principalmente) asume el diferencial entre el coste real de cada servicio y el precio del billete que paga cada viajero. Esto es así también en el caso de otros transportes públicos como el metro o el bus, con la diferencia de que el operador es público, pero también recibe la compensación por ese diferencial entre el ingreso y el coste de cada viaje. Actualmente, los viajeros del transporte público tan sólo cubren, de media, aproximadamente un 40% del coste real. En el caso del tranvía, la operadora privada recibe la concesión por un periodo de unos 40 años, con lo que obtiene una rentabilidad, pero la Administración no asume el coste de la inversión en este momento, uno de los argumentos en contra de la introducción del tranvía por la Diagonal.

Por otro lado están las obras de urbanización de la Diagonal, que tienen un coste aproximado de 70 millones de euros. Las obras de urbanización se llevan a cabo a través de operadoras privadas, es decir, el Ayuntamiento, directamente o a través de alguna de sus empresas municipales, contrata a una constructora para que ejecute las obras. Esto, desde un punto de vista keynesiano, tiene un impacto directo sobre la economía, genera unos ingresos para las empresas privadas, las cuales tienen que contratar o mantienen puestos de trabajo. Pero también tiene efectos indirectos e inducidos, los trabajadores podrán consumir más, por lo que otras empresas se beneficiarán y así sucesivamente. De ahí, con la presente crisis, el presidente Zapatero puso en marcha su famoso Plan E, para propiciar ese efecto keynesiano, con la excepción de que destruir y volver a construir aceras no genera muchos efectos indirectos o inducidos, dado que su valor añadido es nulo.

Hasta aquí, podrían ser motivos suficientes para desmontar el argumento de la falta de oportunismo en acometer una inversión pública en este momento. Pero hay más. El efecto combinado de las obras de urbanización y de la conexión del tranvía genera una serie de externalidades positivas (económicas pero también sociales), que se pueden analizar desde un punto de vista de coste-beneficio. Este tipo de análisis comprueba la tasa interna de rentabilidad (TIR) de cualquier proyecto de infraestructura nueva, determinando el beneficio social que conllevará en relación a la opción de no acometer el proyecto, lo mismo que una empresa calcula la TIR de cualquier proyecto de inversión, como pueda ser adquirir una nueva máquina o lanzar un nuevo producto al mercado. En el caso de la reforma de la Diagonal con la línea de tranvía, la TIR estimada es del 46,9% (frente al 3% de la línea 9, por ejemplo). Está previsto que esta conexión sirva a un total de 117.000 nuevos pasajeros diarios, de los cuales unos 10.800 serían usuarios que ahora mismo usan su vehículo privado. Eso tiene un efecto positivo en reducción de la contaminación y de la congestión del tráfico. Esta descongestión supondrá un ahorro de 21.600 horas en día laborable, y los usuarios ahorrarán un total de 9.585 horas al día también. Es decir, se podrá aumentar la productividad de cada trabajador, porque necesitará menos tiempo para hacer lo mismo, pero además también se ahorrará tiempo en transporte por gestiones o por ocio, disminuyendo el coste de oportunidad (disponiendo de más tiempo para hacer otras cosas, como comprar, por ejemplo).

Vemos como una intervención de este tipo tiene un efecto beneficioso no sólo de cara a la galería, sino que se traduce en mayor actividad económica, mayor ocupación y, sobre todo, más productividad. Y es que el gran problema de la economía española es la baja productividad. En los últimos años se experimentó un importante crecimiento del PIB, pero un escaso aumento de la productividad, porque dicho crecimiento del PIB venía explicado básicamente por un aumento del número de personas ocupadas, y además en sectores de poco valor añadido como la construcción. La productividad es clave para recuperar la senda del crecimiento, pero esta vez sustentado sobre bases sólidas. Un proyecto como la conexión del tranvía a través de la Diagonal, no sólo no supone un coste innecesario o inoportuno, sino que contribuye a ese crecimiento de calidad.

jueves, 6 de mayo de 2010

El vehículo eléctrico no es la solución, 3,7km. lo son

El próximo lunes 10 de mayo se inicia el proceso de consulta popular sobre la reforma de la Diagonal de Barcelona. Sobre el papel, se pregunta a la ciudadanía qué alternativa prefieren, una reforma con un bulevar, con una rambla, o si prefieren dejarla como está. En mi opinión, las opciones de reforma, A o B, resultan indiferentes, con sus pros y sus contras, lo importante de la decisión es la introducción del tranvía en el corazón de la ciudad y, por tanto, la apertura a un cambio profundo en el modelo de movilidad dentro de Barcelona. Porque lo importante de esta reforma de la Diagonal son los 3,7km. de conexión entre las líneas de tranvía existentes, el Trambaix y el Trambesòs. Nunca tan poca distancia ha abierto la puerta a tantas posibilidades de mejora en la calidad de vida en la ciudad de Barcelona.

Lo primero, es importante recalcar que el mayor gasto energético (en todo el planeta) se produce en el transporte de personas y de mercancías. Mucho más que el consumo industrial o doméstico. En este sentido, es innegable que a partir de los años 60, con su introducción masiva, el coche supuso un nuevo paradigma como referente de la libertad individual. Sobre la base de un petróleo asequible, excepto en las crisis puntuales de principios y finales de los 70, se generalizó el uso del automóvil, propiciando de la mano profundos cambios urbanos. En las ciudades, el peatón perdió protagonismo frente al coche, y las calles pasaron a ser vías de tráfico rodado, con la consecuente construcción de verdaderas autopistas urbanas como la Ronda del General Mitre o la Avenida Meridiana, en el caso de Barcelona. Precisamente, una de las consecuencias directas de la elevación a los altares del coche fue la supresión de los tranvías en la ciudad de Barcelona, a principios de los 70. Fuera de las ciudades, el coche contribuyó a un crecimiento en forma de mancha de aceite, a una urbanización del territorio dispersa, a la aparición brutal e imparable de numerosas urbanizaciones y polígonos industriales totalmente aislados de cualquier trama urbana preexistente. El coche, parecía, que hacía posible el sueño de la ciudad jardín.


Ahora, en el año 2010, una combinación de factores económicos y de percepción social parece habernos conducido a una situación, sobre la cual, existe un relativo consenso en calificarla de insostenible. La sostenibilidad está a la orden del día, y en este contexto toma fuerza la alternativa del coche eléctrico, como la panacea para poner fin a los problemas de contaminación provocados por las emisiones de los vehículos de gasolina y diésel. Sin entrar en el hecho de que una gran parte de la energía eléctrica actualmente se genera a partir de sistemas no renovables, la verdad es que desde ese punto de vista y para los desplazamientos de larga distancia fuera de contextos metropolitanos, el vehículo eléctrico supondría una reducción muy considerable de las emisiones contaminantes. Sin embargo, actualmente se carece de modelos con autonomía suficiente para poder garantizar largos desplazamientos.

Pero el problema de fondo, el de la movilidad urbana sostenible, el de un transporte eficiente y eficaz, rápido y accesible, no se resuelve con vehículos eléctricos. Porque los coches, eléctricos o convencionales, ocupan de manera ineficiente el espacio de las ciudades, un espacio cada vez más densificado y, por tanto, más valioso. Este fin de semana, se hizo en la Diagonal una demostración práctica de este hecho. Para transportar a 400 personas, se puede utilizar un tranvía doble que circula a una velocidad media de 18 km/h, seis autobuses estándar que circulan a 12 km/h o 175 coches. Las cifras hablan por sí solas. El nivel de congestión que se genera es evidentemente muy menor en el caso del tranvía. Otro dato interesante, tan sólo el 8% de los vehículos que acceden a Barcelona por la Diagonal continúan el trayecto por la misma Diagonal. Es decir, la mayoría del tráfico que absorbe la Diagonal es interno, de movilidad de personas que viven en Barcelona. El tráfico total de la Diagonal representa tan sólo el 1,6% del total del tráfico de Barcelona, sin embargo, genera una congestión elevadísima, en parte por los efectos perniciosos para el tráfico que generan sus cruces con la cuadrícula del Eixample.


El tranvía asegura una velocidad media más elevada, porque tiene prioridad semafórica y una plataforma de circulación exclusiva. Ofrece una frecuencia de paso significativa, un tranvía cada tres minutos por el tramo central de la Diagonal. Pero obviamente el tranvía no es un modelo de transporte que pueda funcionar en exclusiva, necesita de la complementariedad de una red de autobuses menos densa y más racionalizada, que no se solape innecesariamente con la red de metro, la cual es necesaria para asegurar desplazamientos en distancias más largas. El tranvía permite una movilidad sostenible y es tremendamente eficaz en ciudades compactas, como Barcelona, que además cuenta en su núcleo más central con una malla cuadricular que un visionario como Cerdà diseñó precisamente para asegurar la implantación de una red de transporte a través de sistemas de locomoción arrastrada, es decir, del tranvía (de ahí surge el famoso chaflán del Eixample).

En definitiva, la reforma de la Diagonal es de suma importancia para el futuro de la ciudad, ya que la Diagonal simboliza a la perfección un modelo de movilidad agotado que debe ser superado. El tranvía por la Diagonal debe ser la punta de lanza que ayude a un cambio social e institucional que apueste por su reimplantación, por una movilidad realmente sostenible, pero sostenible porque permite un uso eficiente y eficaz de tres recursos escasos: el suelo, la energía y el tiempo.

domingo, 25 de abril de 2010

La Canonja, el municipio 947 de Catalunya. ¿Motivo de satisfacción?

El pasado 15 de abril, el Parlament de Catalunya aprobó por unanimidad la segregación de Tarragona de La Canonja, y su establecimiento como el municipio número 947 de Catalunya. Hay que decir que La Canonja había sido un municipio independiente hasta 1964, cuando las autoridades de la época decidieron anexionarlo a Tarragona. El motivo principal era que esta pequeña población había quedado encuadrada en un emplazamiento estratégico, apenas a un kilómetro del incipiente complejo químico de la ciudad. Tras la llegada de la democracia, en 1982, la Generalitat consideró que se constituyese como entidad municipal descentralizada (un núcleo de población sin ayuntamiento propio), y en 2004 se iniciaron los trámites para que La Canonja volviera a ser un municipio independiente nuevamente. Cabe decir que, en 2008, la Generalitat emitió un informe desaconsejando la segregación y que el Parlament la rechazó. Los argumentos en contra eran claros: no existía una separación de más de 3.000 metros entre el término de La Canonja y el siguiente núcleo poblacional (en este caso el barrio tarraconense de Bonavista). Y es que esa es una de las premisas que marca la ley catalana de régimen local para aceptar la segregación y creación de un nuevo municipio, con el objetivo de poder garantizar que el ayuntamiento resultante cuente con los recursos suficientes para asegurar su viabilidad y la prestación de los servicios necesarios y, supuestamente, evitar competencias duplicadas del todo ineficientes. Porque seguro que a nadie se le escapa que es más eficiente (para el contribuyente) establecer servicios públicos municipales compartidos entre dos núcleos urbanos anexos, que duplicarlos. Sin embargo, respondiendo a las motivaciones históricas, se aceptó establecer una excepción y autorizar finalmente a la segregación.

El caso de Tarragona es una buena muestra de un nefasto proceso histórico de crecimiento urbano y de ocupación del suelo. Con un término municipal que ocupa una superficie de 62,35 km2 (Barcelona tiene 101), tiene una población de aproximadamente 140.000 habitantes, dispersos en un total de 16 núcleos urbanos, donde el núcleo central de la ciudad de Tarragona apenas cuenta con unos 62.000 habitantes. A partir de finales de los 50, con la progresiva instalación de una extensa industria química, el crecimiento de la ciudad se estableció a partir de diferentes asentamientos, la mayoría de ellos a lo largo de la carretera N-340, donde a un lado está el polígono industrial químico y, al otro, los barrios de Campo Claro, Torreforta, Bonavista y, desde 1964, La Canonja. Al norte de la ciudad, y también sin continuidad urbana con el centro de Tarragona, aparecieron San Pedro y San Pablo y San Salvador. Desarrollados a partir de los años 60 y 70, algunos de ellos bajo la forma de los tradicionales polígonos de viviendas de la época y otros siguiendo modelos de urbanización más espontánea y auto-organizada, los barrios de Tarragona crecieron sin los servicios necesarios y con una gran dependencia de la ciudad, donde se concentraban los equipamientos públicos esenciales como hospitales e institutos. Obviamente, la ubicación geográfica distante de los barrios, su conexión con la ciudad a través de carreteras de tráfico intenso (nacionales en algunos casos) y la falta de un transporte público en condiciones, ha incentivado históricamente el uso intensivo del transporte privado para la movilidad diaria.


Con el paso de los años, los sucesivos ayuntamientos democráticos han intentado de forma progresiva paliar el déficit evidente de servicios y equipamientos en cada uno de los barrios de Tarragona, así como impulsar una red más extensa de transporte a través de la autoridad municipal. Simultáneamente, el boom inmobiliario de los últimos años ha propiciado el crecimiento de muchos de estos barrios. La planificación ha intentado guiar dicho crecimiento hacia la compactación con el núcleo histórico de la ciudad, favoreciendo el crecimiento en aquellas zonas más próximas al tejido urbano de la ciudad y haciendo prácticamente efectivo el continuo urbano entre la ciudad y alguno de los barrios. Además, intervenciones sobre infraestructuras viarias, como el desdoblamiento de algunas de las principales vías que cruzaban la ciudad y sobre las que se asentaban los barrios periféricos, ha facilitado su transformación en vías urbanas más pacificadas al tráfico, y que posibilitan (en algunos casos) el desplazamiento a pie entre la ciudad y dichos barrios. Pese a que la distancia entre muchos de los barrios de Tarragona hasta el centro de la ciudad es prácticamente insalvable desde el punto de vista de ciudad compacta, los progresos y las mejoras han sido evidentes y, por un lado, los desplazamientos se han reducido por la introducción de los servicios públicos esenciales en los barrios y, por el otro, se ha mejorado en la eficiencia de los mismos, potenciando el transporte público y mejorando los accesos peatonales.

Pero si bien, la planificación urbanística en la ciudad de Tarragona fue mediocre durante los años 60 y 70, propiciando un crecimiento disperso con asentamientos urbanos que carecían de los servicios mínimos, el proceso gradual de compactación de la ciudad y la progresiva implantación de los equipamientos y recursos necesarios, hubieran sido seguramente imposibles si cada uno de estos núcleos poblacionales hubieran sido municipios independientes regidos por sus propios ayuntamientos, respondiendo cada uno de ellos a sus intereses particulares. El control de la planificación urbanística por parte del Ayuntamiento de Tarragona, en la época y con los métodos adecuados, se ha demostrado mucho más eficiente de lo que lo pudiera haber sido con políticas propias en cada uno de los barrios.

Y nuevamente Tarragona nos facilita un nuevo ejemplo sobre esa imposibilidad de gestión urbanística coherente cuando coexisten diversos intereses municipales en un mismo contexto urbano. La conurbación de Tarragona y Reus es la segunda área metropolitana de Catalunya, con más de 600.000 habitantes, pero la falta de una entidad metropolitana que centralice la planificación urbanística y trace las líneas maestras para garantizar el correcto crecimiento del área urbana y su adecuada conectividad ha propiciado una situación actual de total aislamiento entre los distintos municipios que la integran. Por ejemplo, una red de transporte público entre Reus y Tarragona es prácticamente inexistente, obviando la gran cantidad de flujos de intercambio sociales y económicos existentes, y dejando nuevamente la única alternativa del transporte privado. Por otro lado, esa falta de planificación metropolitana ha propiciado la aparición de múltiples polígonos industriales dispersos por el territorio, carentes todos ellos de los sistemas de transporte público que los conecten con los núcleos urbanos, y redundantes en su existencia, ya que han respondido a los intereses municipales de urbanización y revalorización del suelo, más allá de la lógica que exige una visión de conjunto. Prueba de ello es que el Pla Territorial del Camp de Tarragona, aprobado por la Generalitat hace unos meses, tiene como objetivo primordial el de ordenar las urbanizaciones y los polígonos industriales aislados de las tramas urbanas, a la vez que propone que los crecimientos se concentren en aquellos núcleos urbanos capaces de crear una red de ciudades medianas que articulen el territorio y presten servicios al conjunto.

Ahora, aduciendo motivos históricos, se ha autorizado la segregación de uno de estos barrios de Tarragona, La Canonja, permitiendo que a partir de este momento, los intereses urbanísticos de este municipio de apenas 5.000 habitantes coexistan con los del conjunto del área de Tarragona. Veremos si esta concesión histórica no introduce interferencias en la recién inaugurada visión de área metropolitana que necesita el ahora llamado Camp de Tarragona. Es probable que si el Pla Territorial no introduce organismos que gestionen de manera real las dinámicas metropolitanas a nivel de planificación urbanística y de movilidad, nuevamente los intereses municipales se antepongan al interés general, porque lo que necesita Catalunya no son más municipios sino una gestión de conjunto.

viernes, 16 de abril de 2010

La deslocalización industrial y su impacto sobre la vivienda y el urbanismo

En periodos de crisis económica como la actual, el fenómeno de la deslocalización empresarial en territorios con una fuerte implantación industrial aumenta su frecuencia y también su relevancia. Cuando decae la demanda, las empresas disminuyen sus ingresos y como consecuencia intentan reducir sus costes, buscando un nuevo emplazamiento donde la mano de obra (entre otros costes de producción) sea más asequible. En la actualidad y en el caso de Barcelona y su región metropolitana, los casos de desinversión industrial básicamente se dan desde las zonas industriales de los municipios llamados del cinturón industrial hacia terceros países, generalmente en vías de desarrollo. Pero el binomio crisis económica y deslocalización industrial y sus efectos sobre la economía real y el mercado de trabajo está ampliamente analizado. Sin embargo, existe una segunda tipología de deslocalización industrial, vinculada a periodos de crecimiento económico y motivada por intereses económicos que nada tienen que ver con la reducción de costes: los inmobiliarios. Se trata de la deslocalización industrial para la obtención de plusvalías por la venta de terrenos codiciados por la promoción inmobiliaria. Generalmente, estos casos no se dan en polígonos industriales del cinturón de la región metropolitana de Barcelona, sino en antiguas zonas industriales de la ciudad de Barcelona que con el paso del tiempo y de la transformación urbana han quedado encuadradas en ámbitos residenciales o de usos terciarios, trasladando la actividad industrial hacia municipios periféricos de la región metropolitana. Y además, estos procesos no tienen efectos sobre el mercado de trabajo sino sobre los precios de la vivienda y el urbanismo de la ciudad. Nuevamente, en este contexto, el caso del Poblenou y, concretamente, del ámbito de la actual Vila Olímpica, resulta paradigmático para ilustrar estos procesos de deslocalización industrial y sus efectos sobre el urbanismo.

El Plan Comarcal de 1953 consolidó el Poblenou como uno de los tres ámbitos industriales de la ciudad de Barcelona. En ese momento, en la actual zona de la Vila Olímpica se agolpaban los almacenes e industrias, fuertemente inconciliables con el uso residencial y, por tanto, necesariamente aislables en esa zona. En ese momento, la economía española todavía no había alcanzado los niveles de PIB anteriores a la Guerra Civil, cosa que junto al asequible coste del terreno en esa zona, todavía periférica de la ciudad de Barcelona, no motivaba procesos de deslocalización ni hacia terceros países ni hacia otros municipios. A partir de 1959 se produce un punto de inflexión en la economía española cuyo PIB, gracias al Plan de Estabilización, alcanza un crecimiento medio del 8,6% entre 1961 y 1966. Ese mismo periodo de bonanza económica conlleva un boom en el sector de la construcción que hace que en la ciudad de Barcelona se construyan entre 1966 y 1970 más de 287.000 nuevas viviendas, el periodo de mayor actividad constructiva entre 1951 y 1980.

Precisamente 1966 es un año fundamental para ilustrar el binomio deslocalización industrial y boom inmobiliario en Barcelona. En ese año, las más importantes empresas ubicadas en el ámbito industrial del Poblenou crean una sociedad de promoción inmobiliaria y presentan al Ayuntamiento un plan parcial urbanístico, el llamado Plan de la Ribera. Este plan, que jamás llegó a materializarse, era una pura operación de especulación inmobiliaria que pretendía la transformación de la zona comprendida entre la Barceloneta y el Besós, llegando hasta la actual calle de Ramon Turró. Esa zona industrial, pero también en parte residencial, se transformaría en una especie de Copacabana, con grandes edificios de viviendas de lujo y una autopista (similar a la actual Ronda Litoral pero sin soterrar) que dividiría el barrio en dos, como lo hacían las vías del tren en aquel momento. Afortunadamente (aunque sería interesante hacer un análisis comparativo entre ese proyecto urbanístico y la actual zona de Diagonal Mar), la oposición de la sociedad civil y de los vecinos logró parar el proyecto. Obviamente, empresas como Catalana de Gas, Motor Ibérica, Foret, Crédito y Docks e incluso RENFE (todas ellas participantes de la sociedad promotora del Plan de la Ribera), no estaban precisamente inmersas en 1966 en una profunda crisis que las empujara a deslocalizarse para reducir sus costes y reflotar sus cuentas. En esa época, el inicio del crecimiento económico había propiciado la construcción de nuevas infraestructuras viarias que facilitaban el acceso a la ciudad de Barcelona desde los municipios de su periferia y que además, conectaban estos municipios con el resto de España e incluso de Europa. Por lo tanto, en un doble ejercicio de rentabilidad, por un lado, la deslocalización hacia el futuro cinturón industrial de la región metropolitana buscaba la plusvalía de la operación inmobiliaria sin perder la centralidad que se había tenido en esa zona del Poblenou. La fuerte inmigración del resto de España que llegaba a Barcelona empezaba a ser expulsada hacia los municipios de la periferia, con lo que además, el acceso de la mano de obra en esos nuevos emplazamientos no era tampoco un impedimento.

El del Plan de la Ribera es un claro ejemplo de cómo la deslocalización industrial motivada por operaciones inmobiliarias puede tener un impacto, en ocasiones irreversible, sobre el urbanismo de las ciudades. ¿Se podrían haber albergado los JJOO de 1992 en Barcelona si ese plan hubiera tomado forma en los años 70?

Pero el ejemplo del Plan de la Ribera no es el único caso de deslocalización industrial y jugosa operación inmobiliaria con efectos secundarios sobre el precio de la vivienda y el espacio público del Poblenou. Una de las más ilustres empresas ligadas históricamente al Poblenou es Industrias Titán. Fundada en 1917 y localizada entonces en la avenida Icaria, a mitad del siglo XX se traslada a una nueva fábrica ubicada muy cerca, en la avenida de Bogatell. La empresa ocupaba una serie de parcelas que modificaban la trama de Cerdà que debía aplicarse a esa zona, ya que cortaba la calle de Zamora entre las actuales Ramón Turró y Dr. Trueta. En ese momento, la inexistente norma de planificación urbanística permitió la construcción sin atenerse al plano de Cerdà, pero lo más sorprendente es que esa situación anómala perduró hasta el año 2004, cuando se abrió la calle (entonces ya llamada en ese tramo de Rosa Sensat). ¿Qué pasó durante todos esos años y por qué no se produjo antes?


En 1976, el Plan General Metropolitano mantenía esa zona como industrial (la famosa clave 22a). Por tanto, se admitía como consolidada esa construcción, entendiendo que en el momento que fuera objeto de renovación debería abrirse la calle. Sin embargo, en 1986 cuando Barcelona se convierte en sede de los JJOO de 1992, esa zona del Poblenou se convierte en el futuro emplazamiento de la Villa Olímpica. Así pues, en 1987 una modificación del PGM establece el cambio de usos de toda esa zona a residencial. Se establece la transformación de la mayoría de los almacenes e industrias en edificios de viviendas y de usos terciarios necesarios para la celebración de los Juegos. Sin embargo, los terrenos ocupados por Industrias Titán, pese a ser recalificados como de uso residencial, quedan fuera de la Villa Olímpica como tal. Pese a que en ese momento, Industrias Titán ya había inaugurado un almacén y una planta de producción en un polígono industrial del Prat de Llobregat y que de acuerdo a la nueva planificación urbanística se podían construir viviendas en esos terrenos, la empresa optó por continuar con su actividad en la avenida de Bogatell (oficinas y una planta de producción). El precio de la vivienda en Barcelona en 1987 era de poco más de 400 euros/metro cuadrado. Así pues, en plena Vila Olímpica, Industrias Titán continuaba con su actividad productiva y la calle Zamora (o de Rosa Sensat posteriormente) continuaba sin estar plenamente conectada.


Finalmente, en el año 2000, Industrias Titán anuncia la construcción de una nueva planta en el Prat de Llobregat y el cierre de las históricas instalaciones de la avenida Bogatell. El coste de la nueva planta y oficinas en el Prat asciende a 6.500 millones de pesetas, de los cuales, 3.000 millones son sufragados con la venta del solar de Bogatell a una promotora inmobiliaria. En el año 2000, el precio de la vivienda en Barcelona se aproximaba a los 1.600 euros/metro cuadrado, cuatro veces el precio de 1987. El solar ocupado por Titán fue dividido en dos partes para la necesaria urbanización de la calle Rosa Sensat, inaugurada en 2004. En ambos solares se construyeron sendos edificios de viviendas, incluyendo una zona verde privada en el interior de las islas. Cabe decir que la modificación del PGM de 1987 justificaba la privatización de la zona verde interior debido a la existencia de diversos parques en los alrededores.


Sin entrar a valorar la premeditación de no realizar la operación en 1987 y posponerla al año 2000, lo que es innegable es la perversión de este tipo de operaciones inmobiliarias vinculadas a procesos de deslocalización industrial, las cuales han contribuido a los elevados precios de la vivienda en Poblenou y han impedido, al menos durante muchos años, la materialización de los espacios urbanos que mejor responden al interés general.

miércoles, 31 de marzo de 2010

La densificación, el paisaje urbano y la iniciativa privada: el caso de la manzana 5780 del Eixample de Barcelona

En 1854, justo antes del derribo de las murallas, la densidad de población de Barcelona era una de las más altas, sino la más alta de toda la Europa occidental de la época, concretamente de aproximadamente 890 habitantes/ha, frente a los 90 de Londres, los 350 de París o los 380 de Madrid. Esa elevada densidad tomaba la forma de en un paisaje urbano de callejuelas estrechas y oscuras, sobre las que se agolpaban edificios de viviendas con pisos pequeños, poco o nada soleados, sin luz, ni ventilación suficientes. Este hecho marcó profundamente el Proyecto de Ensanche de Barcelona de Cerdà, quien, influido por las corrientes higienistas de la época, fijó la reducción de la densidad y, en consecuencia, atributos como el asoleamiento, la ventilación y, en definitiva, la mayor calidad de vida de los ciudadanos, como los estandartes de su proyecto. Y es que la densidad de población es seguramente uno de los aspectos cruciales del urbanismo moderno.

En términos generales, existe el consenso de que una ciudad “habitable” debe tener no menos de 140 y no más de 350 habs./ha. En la actualidad, la densidad del distrito de Ciutat Vella (que se corresponde con la Barcelona amurallada de 1854) se sitúa alrededor de los 195 habs./ha y la del distrito del Eixample (que incluye la mayor parte del ámbito geográfico del proyecto original de Cerdà) en unos 330 habs./ha. ¿Pero era esta la densidad que se fijó Cerdà en su proyecto? La respuesta seguramente es previsible: rotundamente no.

En su proyecto de 1859, Cerdà dibujó la famosa cuadrícula que caracteriza al Eixample, distribuida en manzanas octogonales sobre las cuales debían construirse un máximo de dos edificios por manzana, en dos de los laterales. Los otros dos laterales debían servir de entrada a los jardines que debían ocupar el centro de cada manzana. Su objetivo era “ruralizar lo urbano y urbanizar lo rural”, en una especie de ciudad industrial, a la vez jardín y compacta. Es obvio que si paseamos por el Eixample de hoy, pese a que reconocemos fácilmente la malla cuadricular dibujada por Cerdà, la ocupación de cada manzana es muy distinta a la originalmente ideada, no sólo porque todos los laterales están construidos sino porque también la mayoría de los interiores de las manzanas albergan patios y construcciones privadas.

¿Qué pasó entre el proyecto de 1859 y el Eixample actual? Algunos dirán que la realidad de la vida. La verdad es que el mismo Cerdà, en modificaciones posteriores a la aprobación de su proyecto, aumentó la edificabilidad en cada manzana, quizás aceptando la realidad imparable del incipiente mercado inmobiliario o quizás engullido por esa misma realidad, ya que él mismo participó en una de las empresas inmobiliarias que levantaron los primeros edificios del Eixample. Y es que la iniciativa privada enseguida fue consciente del tremendo pastel que había detrás del proyecto de ensanche, y los propietarios de los terrenos sobre los que se debía construir la nueva ciudad no estaban dispuestos a reducir su parte del pastel a cambio de disminuir la superficie edificable de cada manzana, aunque fuera en aras de una mayor calidad de vida y un paisaje urbano mucho más agradable.

Se podría decir que el concepto cultural de la propiedad privada del suelo se la debemos a la Antigua Roma, que introdujo la asignación de suelo en propiedad a sus soldados como sistema de colonización de nuevos territorios. Posteriormente, el feudalismo concentró la propiedad del suelo en la nobleza y el clero. Con el fin del Antiguo Régimen, en cada país de Europa sucedieron distintas cosas. En España, a lo largo del siglo XIX se produjeron sucesivos procesos de desamortización que conllevaron la privatización del suelo hasta el modelo actual. En cambio, en otros países como Suecia, la propiedad de prácticamente la totalidad del suelo urbano y potencialmente urbano es pública, estando en manos del Estado o de los ayuntamientos. Esa circunstancia es crucial, ya que permite un mayor control de las políticas de vivienda (importante si consideramos la vivienda digna un bien básico al que todo ciudadano tiene derecho a un precio asequible) y también un mayor poder de decisión y flexibilidad sobre las políticas urbanísticas. En España, y concretamente en el caso de Barcelona, la propiedad privada del suelo impidió que la Barcelona proyectada por Cerdà se materializara, dado que, a lo largo de los años, los intereses particulares han sido capaces de ejercer la presión e influencia suficientes sobre los poderes públicos. Con el paso de los años, la edificabilidad autorizada en el Eixample de Barcelona ha llegado a ser 10 veces la que proyectó Cerdà en 1859. Sin embargo, desde 1976, con la implantación del Plan General Metropolitano, que todavía sigue vigente en la actualidad, se ha conseguido reducir esa edificabilidad a seis veces la defendida por Cerdà.

De lo que era la planificación urbanística del ensanche de Barcelona sobre el papel, lo que ha sido a lo largo del siglo XX y lo que es actualmente, da muy buena cuenta la manzana 5780 del Eixample de Barcelona. Esta manzana, delimitada por la calle Llull, la avenida Bogatell y las calles Joan d’Àustria, Ramon Turró y Marina, ha representado a la perfección lo que “la vida” deparó en muchos de los casos al proyecto original de Cerdà. Está situada en lo que en 1859 era el municipio independiente de San Martí de Provensals, que pasó al actual distrito de Sant Martí después de la anexión a Barcelona en 1897. Esta manzana estaba claramente ubicada en una zona de periferia indefinida, en la frontera entre ambos municipios, lo que facilitó (como en la mayoría del área del Poblenou) la instalación de numerosa industria, que se mezclaban con viviendas habitadas por las familias que trabajaban en las fábricas de la zona.

En 1976, el Plan General Metropolitano declaraba esa manzana como zona industrial, aplicándosele la famosa clave 22a, y consolidando así los edificios de almacenes, oficinas e industria en general que allí se agolpaban. Ni que decir tiene que la ocupación de la manzana era prácticamente del 100%, por todos los laterales y el interior de la misma. Posteriormente, la candidatura olímpica de Barcelona hace que la zona colindante de Icaria y el frente marítimo se conviertan en la perfecta localización para una futura villa olímpica. Se procede a la elaboración de un plan especial urbanístico que recalifica toda la zona, de industrial a residencial en grandes términos, pero dejando de lado la manzana 5780, que deberá ser objeto de un plan especial de reforma interior. Así pues, en uno de los márgenes de la Vila Olímpica de Barcelona, esta manzana se mantiene como una isla industrial decadente y progresivamente degradada, con locales que gradualmente son abandonados y dejados en desuso.

Todo ello hasta que en mayo de 1999, Sal Costa, uno de los ilustres vecinos de la manzana, cuya fábrica se ubicaba en el número 56-62 de la calle Marina y ocupaba casi el 25% de la superficie total de la manzana, se traslada a una nueva fábrica en el Puerto y abandona esas históricas instalaciones. Pocos meses antes de materializarse el traslado de Sal Costa, el Ayuntamiento de Barcelona había procedido a la aprobación inicial de un plan especial de reforma interior de la manzana a iniciativa de los propietarios privados de las parcelas, ejecutando por fin la pospuesta recalificación de zona 22a a 13a (de industrial a residencial), y abriendo el camino al derribo de la mayoría de almacenes industriales para su transformación en edificios de viviendas. A diferencia de lo ocurrido desde 1859 hasta 1976, cabe decir que dicho proyecto de reforma y fruto de la nueva legislación, contemplaba la obligatoriedad de una reserva de terrenos para una zona verde que ocupara el 30% de la superficie de la manzana, como elemento obligatorio para la construcción de futuras viviendas. En ese momento, la inmensa mayoría de los propietarios de las parcelas de la manzana eran particulares. Así pues, una empresa que ocupa el 25% de una manzana urbana abandona su emplazamiento y la iniciativa privada insta al Ayuntamiento a modificar la calificación urbanística de industrial a residencial.

Posteriormente, el plan promovido por los propietarios de la manzana es modificado por el Ayuntamiento, que reduce las unidades de actuación de tres a dos y aumenta el número de parcelas que deberán hacer cesión de parte de su superficie para la construcción de la zona verde. Además, en el año 2000, la Comisión de Calidad del Ayuntamiento de Barcelona pide la modificación del plan de la manzana, ya que considera que la mejor alternativa no es la de zona verde abierta a la avenida Bogatell, sino el cierre perimetral de la manzana a través de una edificación sobre el frente de la avenida Bogatell, dejando la zona verde como un interior de isla, con aperturas puntuales mediante pasajes públicos. A raíz de esas observaciones, en 2001 se aprueba una modificación del plan inicial (que en esencia era el propuesto por la iniciativa privada) que reduce el número de edificaciones de cinco a cuatro, pasando de dos edificios de ocho plantas y tres de seis, a uno de siete plantas, dos de seis y uno de cinco. De esta forma, se obtiene una mejor adaptación de las nuevas edificaciones a las ya existentes, reduciendo el impacto y dando una mayor sensación de continuidad a la manzana.

A todo esto, entre el plan inicial de 1998 y la modificación de 2001, la propiedad del suelo de la manzana ha cambiado sustancialmente. La mayoría de propietarios particulares ha dejado paso a una promotora inmobiliaria, que es ya dueña del 70% de la superficie de la manzana. Sin duda, un movimiento muy propio del boom inmobiliario que ya se empieza a dar en ese momento y que merece capítulo aparte.

Aunque ni el máximo de superficie edificable, ni la superficie dedicada a zona verde, ni el número máximo de pisos que se pueden construir cambian del plan inicial a la modificación, lo que sí que cambia es la forma que adopta la manzana. De cinco edificios, se pasa a cuatro, sin torres que sobresalgan de la uniformidad de la manzana. De un espacio público poco más que una prolongación de la calle se pasa a un espacio interior, menos fragmentado y con naturaleza propia e independiente.

Entre finales del siglo XIX y principios del XXI, hemos avanzado, no cabe duda. Si antes el interés privado impidió la materialización del paisaje urbano que Cerdà diseñó para Barcelona, ahora no nos lo puede impedir pero puede modificar su imagen. Porque aunque en el caso de la manzana 5780 se ha logrado seguramente imponer la mejor de las soluciones para obtener una densificación idónea y un paisaje urbano de calidad, la propiedad privada del suelo aún tiene la capacidad promover las transformaciones del paisaje de nuestras ciudades hacia los caminos que, en la mayoría de los casos, llevan las leyes de la oferta y la demanda.

jueves, 25 de marzo de 2010

La ciudad informacional y el emplazamiento del trabajo

Manuel Castells, en el prólogo y las conclusiones de su libro “La sociedad red”, introduce la paradoja resultante del impacto del informacionalismo sobre el trabajo y, específicamente, sobre su localización física. Resulta interesante ver como en una situación como la actual, en la cual las tecnologías de la información y la comunicación permiten que desde cualquier lugar del mundo podamos interactuar con otras personas ubicadas a miles de kilómetros de distancia, el trabajo pierde su identidad colectiva, pero en cambio se vuelve mucho más local. Tiene mucho que ver también, como apunta Castells, con la paradoja de la red y el yo, en la que en un mundo globalizado, en el que la red es cada vez más extensa, integrando mucho más nodos que nunca, organizando de manera más eficiente a los individuos y sus relaciones, la identidad individual se reafirma.

Este hecho es claramente análogo al papel que los lugares y, específicamente, las ciudades juegan en tablero de la economía global. La ventaja comparativa de una ciudad (o de una región metropolitana) frente a otra, deja de ser su ubicación geográfica, con su mejor o peor conexión por vía marítima o terrestre con los mercados objetivo de su producción, sino por su capacidad de integrarse como nodo de la red. En este nuevo contexto, se supera el plano físico y se reducen las fronteras espaciales. Esta superación se produce, como se ha comentado anteriormente, sobre la base de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación (con Internet como gran protagonista), pero también debido a los cambios adoptados a nivel político y administrativo (principalmente el proceso de integración política y monetaria que representa la UE, en el caso de Europa), que permiten la libre circulación de factores, principalmente el capital, las mercancías y la información. Resulta cada vez menos relevante ubicarse en Barcelona o en Bratislava, porque en el contexto de una red donde todos los nodos se conectan entre ellos, ambas ciudades están a la misma distancia del nodo de destino, por ejemplo, un cliente belga en el caso de una entidad financiera.

Obviamente, esta ecuación mágica que permite abatir las barreras espaciales parece de difícil cumplimiento en el caso de mercancías físicas, es decir, resulta complicado pensar que para la producción de un vehículo y su venta en Bélgica, sea indiferente que la planta de producción esté en Barcelona o en Bratislava. Es evidente que, desde un punto de vista de rentabilidad económica, los costes de producción y transporte serán distintos en una y otra ciudad y, con ello, la decisión de radicación de la producción parecerá claramente decantarse para un lado u otro. Pese a que incluso eso puede ser discutible (existen otros factores determinantes como la formación del capital humano, las ventajas fiscales o incluso la imagen de la ciudad), la realidad es que esta nueva economía de las redes, o el capitalismo informacional o de las redes como lo denomina Castells, parece muy ligada al concepto de la economía del conocimiento (pese a que información y conocimiento no sean conceptos sinónimos, sino más bien procesos complementarios).

Sin entrar de pleno en este tema, en los últimos 30 años se ha producido un gradual cambio en la base productiva de la mayoría de las economías desarrolladas, hacia un proceso de terciarización, especialmente en actividades de una elevada tecnología y conocimiento, y de pérdida de relevancia del sector industrial, básicamente de actividades de conocimiento bajo. En el caso de Barcelona y su región metropolitana, la ciudad central ha concentrado la gran mayoría de la ocupación en actividades de elevado conocimiento, expulsando las actividades de menor conocimiento hacia municipios del resto de la región metropolitana . Esta transformación de la base económica resulta de gran relevancia, no sólo en el contexto económico sino también en el social, y es que como apunta Castells, "mientras el industrialismo se orienta hacia el crecimiento económico, esto es, hacia la maximización del producto; el informacionalismo se orienta hacia el desarrollo tecnológico, es decir, hacia la acumulación de conocimiento" . Podemos decir que en la sociedad post-industrial, la de las redes, existe una economía global donde el trabajo se une en un proceso global descentralizado y sin distancias espaciales, pero a la vez se segmenta y especializa en cada trabajador, porque su capacidad de procesar y analizar la información que fluye en las redes, es decir, su conocimiento, es su mayor atributo. Las empresas y los sistemas de producción se organizan en redes de geometría variable, donde se externaliza, se subcontrata y se deslocaliza. Como apunta Castells, esa geometría variable marca que el proceso de producción se construya sobre un conjunto de tareas conectadas entre sí, pero ubicadas en diferentes emplazamientos. Volvemos a esa paradoja, en el contexto de la economía global y de las redes, el nodo (la ciudad o la persona), lo local, gana importancia.

Toda esta explicación en torno a esta nueva era informacional o de la economía del conocimiento, nos lleva a reflexionar sobre cómo debe la ciudad adaptarse y dar respuesta a estas nuevas dinámicas que cambian la forma en cómo las personas trabajamos pero también en cómo nos relacionamos, nos desplazamos o usamos nuestro tiempo libre. Si la sociedad industrial ha dado paso a la sociedad informacional, la ciudad industrial debe dar paso a la ciudad informacional, pero no sólo transformando las actividades económicas y los procesos productivos, sino en su forma y en su estructura, en sus espacios públicos y en sus sistemas de movilidad.

En un modelo fordista, basado en la cadena de montaje, es evidente que la presencia física del trabajador es esencial en el proceso productivo. Es decir, la red es totalmente local y la conexión de cada nodo es de tipo física. En este modelo, es esencial integrar la industria y la vivienda, intentando que los trabajadores vivan cerca de las fábricas. En el modelo de sociedad informacional, basado en la economía de las redes y del conocimiento, las empresas se integran en redes globales, donde el único requisito para la conexión de cualquier nodo es básicamente Internet. Así pues, la presencia física del trabajador se hace menos relevante, incluso irrelevante en según qué actividades, y éste puede conectarse a la red desde cualquier lugar, aportando su especialización individual a cualquier proceso de trabajo global. Así pues, en la ciudad actual, ya no debería ser necesaria la integración de la industria y la vivienda, ya que el conjunto de la ciudad se convierte en un potencial lugar de trabajo. Más allá de la posibilidad de que cada persona trabaje desde casa, cualquier espacio de la ciudad público o privado (parque, biblioteca, plaza, cafetería) es susceptible de albergar un nodo de conexión a la red, sólo basta con que exista la posibilidad de acceso a Internet. La ciudad es a la vez la vivienda y la fábrica, no es necesaria la zonificación ni tampoco la integración o la proximidad.

Sobre el urbanismo de la ciudad, este nuevo concepto de trabajo puede tener, entre muchos, dos impactos interesantes: sobre las infraestructuras y espacios públicos; y sobre la movilidad.

Por un lado, la ciudad debe proporcionar la infraestructura necesaria para que desde cualquier lugar, cualquier persona pueda acceder al flujo de información de las redes, es decir, conectarse a Internet y convertirse en un nuevo nodo. Sobre los espacios públicos, éstos deben diseñarse como potenciales habitáculos de trabajo, con lo que deben ofrecer los suficientes recursos pero también comodidad y amabilidad.

Pero además, este nuevo concepto de ciudad como lugar de trabajo, implica la reducción del número de desplazamientos. Desde el momento en que cualquier trabajador no necesita estar físicamente en un lugar concreto, no sólo no necesita ir de casa al trabajo, sino que puede evitar volver a casa o al trabajo en los momentos entre desplazamientos ineludibles. Es decir, si debe acudir a una reunión y luego ir al médico y ambos lugares están cercanos, no necesita volver a la oficina, puede quedarse en un parque o una biblioteca trabajando una vez acabada la reunión y hasta la hora de su visita. La deslocalización del trabajo implica que muchos de los desplazamientos por la ciudad y a la ciudad sean vinculados al ocio y al tiempo libre, abriendo la puerta a modelos de transporte mucho más integradores con el paisaje urbano y compatibles con una mejor calidad de vida. En este modelo, moverse en bicicleta o a pie puede ser mucho más factible y la apuesta por el transporte público versus el vehículo privado más asumible.